Ciudades abandonadas
Kolmanskop: un reloj de arena prusiano
Continuamos un periplo por rincones olvidados del mundo con un pequeño pueblo minero fantasma en un zona costera de Namibia

Kolmanskop: un reloj de arena prusiano. / ILUSTRACIÓN DE JAVIER RICO
En los comienzos del siglo XX, los prusianos lucían erguidos la gloria y los mostachos. Viajaban rodeados de un ego más rutilante que un diamante, y ello les hacía pensar que las fronteras las imponía su mera presencia en el territorio. Ese hervor no tardaría mucho en evaporarse, aunque antes enterró, no sólo a Prusia, sino a toda Europa.
En 1908, un trabajador namibio que respondía al nombre de Zacharías Lewala, mientras participaba en la construcción colonialista del ferrocarril en Namibia, al hundir la pala en la arena, descubrió que un destello brotaba a sus pies. En un principio se asustó, imaginando que violaba alguna ley de la naturaleza dejando escapar a uno de sus dioses, pero cuando se agachó, descubrió emocionado que se trataba de una preciosa roca, un diamante en bruto semienterrado en la tierra. Lo alzó por encima de su cabeza para contemplarlo a contraluz. El prisma filtró entonces los rayos del sol y enfermó de riqueza a todos a los que iluminó menos a Zacharías Lewala, a quien desposeyeron de su hallazgo tan fugazmente como se escabulle la suerte entre los dedos.
Los ingenieros alemanes se apresuraron en construir una ciudad sobre aquel terreno. Una colina semejante a un gigantesco reloj de arena. Namibia se disputaba en un tablero muy lejos de África. Las líneas que delimitaban sus fronteras aún estaban húmedas cuando Germania colonizó sus tribus, los rebaños, el desierto y todo lo que yacía enterrado debajo de él.
No fue un obstáculo anclar los cimientos bajo la arena sedosa, ni reproducir las casas de Baviera bajo el sol salvaje del sur de África. Desde Berlín vislumbraron codiciosos aquel oasis del que emanaban diamantes tan resplandecientes como gotas de lluvia y dispusieron una logística tenaz y ordenada para no dejar escapar ni el brillo del espejismo. Alemania no atendía a climas ni hábitats. Atendía sólo al centelleo de las gemas que relucían bajo las piedras de aquella lejana tierra.
Restringieron la zona inventando murallas invisibles en el desierto del Namib, que impidieron la entrada a aquel territorio a sus legítimos moradores: los Herero y los Nama. Prusia, que no estaba dispuesta a renunciar a su gloria colonial, diseñó un adecuado y eficaz genocidio para esas tribus de pastores del que poco o nada se acuerda la historia. La luz de aquellos primeros habitantes se extinguió en campos de concentración y trabajos forzados al ritmo que se exportaban ingentes cantidades de diamantes hacia la engreída Europa.
Mientras tanto, aquellos prusianos construyeron un avanzado hospital junto a sus casas que se vanagloriaba de disponer de una de las primeras máquinas de rayos X. Levantaron comercios, una fábrica de hielo y hasta una bolera donde jugar al derribo con balas de cañón. La vida en Kolmanskop emulaba la de los pueblos germanos, aunque bastante más acalorada. El lujo se paseaba por los jardines de las villas ajeno al desierto que le rodeaba, los gramófonos reproducían la Sinfonía nº 4 en La Mayor de Félix Mendelssohn, corría la electricidad iluminando la negrura de las calles por las que circulaba un coqueto tranvía que funcionaba a pedales. El verano gobernaba el sur de África, pero aquellos hombrecillos de amplios bigotes y señoras con pamela organizaron incluso una excéntrica Navidad sin nieve donde Santa Claus se desplazaba por arena en un trineo tirado por un avestruz.
Ninguno de ellos percibió que la arena se escabullía bajo sus pies. El tiempo fue deslizándose bajo las casas, engullendo los minerales, la codicia, el orgullo y aquella extraña máquina de rayos X, que habían importado de Alemania para recuperar diamantes robados por los estómagos hambrientos de los mineros.
Kolmanskop se coló por el estrecho agujero del tiempo que va a parar al otro lado del reloj, allá donde el segundero está detenido y la arena reposa sobre las habitaciones y los silenciosos salones de baile. La Baviera africana se convirtió en parte del paisaje desarbolado de Namibia.
En las casas de Kolmanskop aún se pueden encontrar las fotografías de un pasado en el que Prusia creyó ser un diamante y se transformó en arena. Dunas de arena que enterraron su nombre.
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