Ciudades abandonadas
Kangbashi está escrita desde el final
Continuamos un periplo por rincones olvidados del mundo con una ciudad que fue construida por los gobernantes chinos en un desierto

Imagen de Kangbashi / Ilustración de Javier Rico.
Kangbashi fue una ciudad abandonada antes de ser habitada. Aquí todo sucede al revés. Las avenidas están numeradas de atrás hacia delante, las películas empiezan por el final, las estanterías se ordenan de derecha a izquierda, los relojes sólo miden la cuenta atrás. Ni siquiera se puede determinar si los caballos de bronce que trotan por la plaza de Gengis Kan avanzan o retroceden.
Toda ciudad nace por la voluntad de sus primeros pobladores. Una cuenca abundante, un valle fértil, una segura atalaya. La evolución se encarga de ensanchar los senderos en caminos, los caminos en calles, las calles en avenidas. En el callejero de los meses, los habitantes multiplican la población y colonizan el territorio levantando las aldeas. Después, los barrios; luego, los distritos. Siempre sucede así. El pueblo toma la iniciativa y el paisaje se adapta a ella.
En Kangbashi, sin embargo, ocurre al revés. Los gobernantes chinos se impusieron al paisaje e hicieron brotar una ciudad en el desierto. Diseñaron una cuadrícula de avenidas y plazas para albergar multitudinarios desfiles, amplios parques y jardines, museos para exponer el vacío, estadios donde aclama el viento, elegantes centros comerciales sin ocio ni negocio.
La ciudad fue ideada en el año dos mil para acomodar a más de un millón de personas y así dar cabida a los trabajadores de la floreciente industria del carbón en la zona. Un ilusionante proyecto para inaugurar el siglo XXI. China se planteaba modernizar de golpe el territorio de Ordos, perteneciente a la región de Mongolia interior. Una zona de vastas praderas semidesérticas y pastizales en los que pastores criaban ovejas, camellos y caballos. La huella humana se limitaba a escuálidas aldeas diseminadas en un radio de varios días al galope.
La tierra de Gengis Kan, de tanto añorar a su líder, aún conserva su aura medieval. Durante décadas, las condiciones climatológicas, al límite de la supervivencia, han obstaculizado el desarrollo circunscribiéndolo a determinados núcleos de población. Los habitantes, nómadas en su mayoría, están habituados a construir su hábitat en comunión con la naturaleza. Sus chozas de madera y fieltro, denominadas gers, tienen una amplia estructura circular recubierta de alfombras con una estufa en el centro para cocinar y calentar el ambiente. Una perfecta simbología que representa la tradición y la familia, verdaderos pilares de su comunidad.
Gengis Kan, el antiguo guía reencarnado en el invencible progreso tecnológico, ha reconquistado sus pueblos cabalgando a lomos de un Xiaomi o un Huawei e impone la nueva religión cibernética a sus súbditos. Les exhorta a una devoción constante y sumisa a sus redes sociales, con la promesa digital de un paraíso occidentalizado donde podrán ver series hasta la madrugada y cotillear la vida de los demás.
Los gobernantes chinos construyeron un recipiente para la vida sobre ese desierto y le llamaron Kangbashi. En 2003 desplegaron un llamativo espectáculo para inaugurar la ciudad ante los impresionados satélites que multiplicaron la señal más allá de la Gran Muralla. Los fuegos de artificio parpadearon un arco iris sobre el sorprendente caparazón del Gran teatro de Ordos, la estructura ondulada del museo a semejanza de una roca erosionada por el viento, la biblioteca con aspecto de enorme estantería y la imponente Plaza de Gengis Kan cabalgando hacia el progreso a lomos de sus corceles. Cuando el ministro cortó la cinta, se inició la cuenta atrás.
Kangbashi escribe su historia desde el final. Llegarán los últimos pobladores que ocuparán los distritos para dejar paso a sus antecesores, quienes los convertirán en barrios. Las avenidas se comprimirán en calles, las calles en senderos y estos desaparecerán bajo la arena. La ciudad se verá reducirá a una aldea de casas desperdigadas antes de volver a convertirse en un desierto. Y entonces, los caballos de bronce recuperarán su naturaleza y trotarán de nuevo por los páramos salvajes de Mongolia.
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