Ciudades abandonadas

La parca chasqueó los dedos en Witternoon

Continuamos un periplo por rincones olvidados del mundo con una ciudad australiana que fue contaminada por el amianto azul

La parca chasqueó los dedos en Witternoon

La parca chasqueó los dedos en Witternoon / ILUSTRACIÓN DE JAVIER RICO

Pedro Rojano

Pedro Rojano

Málaga

Hay ciudades que te expulsan de su lado porque no desean ser habitadas. Territorios que rechazan la presencia del ser humano. A pesar de ello, algunos de sus habitantes se aferran a ellas como cimientos de una casa derribada. Al oeste del continente australiano existe una tierra cuyo nombre han borrado de los mapas. Han borrado el topónimo de las señalizaciones viarias, de las aplicaciones digitales y de los circuitos turísticos. Aun así, nadie ha podido eliminarlo del recuerdo de sus antiguos habitantes, de aquellos que sobrevivieron. Hoy, más del ochenta por ciento de sus pobladores han muerto.

Blues

En 1947, mientras se trazaba en la ladera de sus montañas la cuadrícula de una ciudad, la parca chasqueó sus dedos anoréxicos al ritmo de un blues. Los colonos, sin embargo, atraídos por el azul amianto de su paisaje minero, contemplaron en Witternoon un oasis de futuro y estabilidad. Se emplearon a fondo para extraer aquel polvillo fibroso, insertado en la roca como el colmillo en la encía. Las fotos familiares rememoran días luminosos, colmados de alegría en blanco y negro, escenas comunes a otras localidades donde se festejaba la vida y el progreso.

A mitad de la década de los cincuenta, Witternoon ya ocupaba un lugar en la cartografía. Una ciudad planificada con escuadra y cartabón, con edificios de dos plantas a lo sumo. Construcciones de madera con tejados a dos aguas y amplios porches, con mecedoras en la entrada, para sentarse las tórridas tardes del verano australiano a curiosear el paisaje vecinal.

Se hacía mayor

Con la impaciencia del éxito, la ciudad se hacía mayor asfaltando sus calles terrizas y soterrando las conducciones de agua y de luz. Las estaciones deshojaban el calendario mientras se ampliaban las calles, se construía un hotel, un aeródromo, una oficina de correos, un bar donde servían desayunos y hasta una tienda de souvenirs. Los domingos se organizaban partidos de cricket sobre campos improvisados delimitados por líneas de color azul. Y no muy lejos, junto a la orilla del Fortescue River, las familias celebraban picnics para disfrutar del aire de crocidolita sentados alrededor de una hoguera que no se extinguiría.

Las condiciones de vida en la mina no eran diferentes a las de otras extracciones. Los mineros consideraban aquel polvo azul que se le adhería a la piel, una marca de honor, un tatuaje que les otorgaba una fuerte identidad de equipo. En el exterior de la mina, los niños jugaban al tobogán en las pilas de tierra sobrante, un polvo mágico con el que se cubrían divertidos el cuerpo. Al llegar a casa, un baño caliente se llevaba por el desagüe aquel talco azulado y algunos años de vida. Alimentada por ese extraño mineral de textura esponjosa, la localidad floreció con el vigor y el sigilo de un tumor en los pulmones. Nadie pudo darse cuenta del tamaño que había alcanzado hasta que fue demasiado tarde.

Forastera

Una nueva forastera llegó en el tren de la mañana. Portaba un rimero de maletas de cuero completamente vacías. Ataviada con un largo velo negro se disolvió por las calles, se esfumó a través de las cerraduras y por el hueco de las chimeneas. Ambiciosa y despiadada, la muerte se llevó a todos los que habían sido hipnotizados por el azul amianto.

El tren de la noche fue más lento de lo normal. Cargados los compartimentos de valijas desvalijadas. Los habitantes de Witternoon desandaron las huellas, abrigaron el deseo que aún les pertenecía y lo plantaron lejos de allí.

No todos.

Hay personas que resisten aferrándose a un amor asesino que les arranca el corazón a jirones. En Witternoon aún viven algunos de sus habitantes. Son como fantasmas entre las cuadrículas desnudas donde antes hubo viviendas. Aún esperan que el asbesto vuelva a colorear sus vidas de azul claro. Mientras tanto, los días calurosos, se mecen en el porche a contemplar el desierto que les rodea.

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