El cine de la vida
La Pasión de Cristo según el cine

Cristo, según Pasolini, Scorsese y Gibson. / L.O.
Si cualquiera de nosotros ha nacido por el útero de su madre, un malagueño empieza a respirar con incienso. Un recibimiento al mundo al ritmo de una banda musical capaz de acompasar la muerte que transpiran sus imágenes. Un cuento sanguinario que aprendimos a celebrar. La Semana Santa son vacaciones, poco queda de ser un ritual religioso, pero más aún es una reivindicación de las calles que se están volviendo extranjeras, asfaltada en una especie de alfombra roja para el que viene a pagar el brunch. Se podría hacer una encuesta que haría desfilar a una población hipócrita -¿cuántos hermanos de cofradía practican la religión que procesionan los 11 meses anteriores?- pero sería de necio rebatir la Semana Santa como concepto social, cultural y provincial. Salgo porque lo hace mi prima. Salgo por escuchar las marchas. Salgo porque lo llevo haciendo siempre. Y por los puestos de buñuelos, tan fieles como los 12 apóstoles.
A lo largo de esta semana, en los últimos coletazos de la Cuaresma, he viajado 1992 años antes. El momento donde el tiempo nació. Sonando igual de pretencioso, cuando decidimos fechar nuestra vida a partir de un hito que tantos evangelios nos dictaron. Tal y como hemos rezado en procesión por el centro, sabemos que en el año 33 Jesucristo murió crucificado en Jerusalén para salvarnos del pecado, desprendiéndose de su coraza humana y abrazando la divina. Desde un prisma laico, el cine lo ha confirmado como el personaje más popular de la memoria colectiva, siendo adaptado por diferentes directores con radicalmente diferentes visiones. Unas reglamentándose con más ahínco en la Biblia, otras aceptándola como un libro más de fantasía donde, más interesante, se esconde entrelíneas las migajas del hombre que pudo ser también humano. Un humano con deseos y por tanto de tentación.

'Ben-Hur', 'La pasión de Cristo o 'La vida de Brian', algunos de los clásicos de la parrilla televisiva en Semana Santa. / L.O.
El Evangelio según San Mateo
Curioso que siendo un director envuelto en un manto de polémica, el acercamiento a Cristo de Pier Paolo Pasolini fue moralmente laxo. Aquí toda la Pasión se concentra en su epílogo, mientras que el metraje se presta a una colección arbitraria de pasajes del Nuevo Testamento. Sinónimo de riesgo, Pasolini navega en aguas tradicionales, cuya misión es adecuarse a la liturgia cristiana. Puede que su interés no radicara en una fiel representación como creyente, sino en continuar la estela de su cine: la concepción del contexto económico para retratar la miseria del individuo.
Su puesta en escena bebe del neorrealismo italiano precedente (Rosselini, el primer Fellini) desprendiéndose de cualquier épica histórica, a partir de actores no profesionales y un blanco y negro que evoca un lugar precario y rural. La cámara adquiere un punto de vista universal, de impronta documental, siempre enfocando el rostro de los anónimos que presencian la enseñanza de Jesús de Nazaret.
La última tentación de Cristo
Más que una película de Martin Scorsese, se nota que es un guión de Paul Schrader. Un Jesucristo que se mira al espejo de Travis Bickle (Taxi Driver), sin el pelo Mohawk. Dos personajes traumatizados, que sufren solitariamente en un mundo manchado por el pecado de los placeres -el cine porno es la actividad recreativa digitalizada que podía ofrecer María Magdalena en su burdel- hasta reconciliarse con su misión: rebelarse contra un sistema que se aprovecha de los débiles.
Nulamente deudor del Jesús canónico, más por momentos un Robin Hood en la secuencia del mercado que un Mesías serenado, se desata la polémica con los últimos 30 minutos, donde se formula la ucronía más atrevida de la historia del cine: ¿Y si Jesucristo reniega de su misión y se limita a ser humano? Pero bajar de esa cruz tiene consecuencias irreparables, porque no aceptar el destino es acabar ahogado por él.

Jesús en la película La Pasión de Cristo. / L. O.
La Pasión de Cristo
Si Scorsese fue excomulgado por divergir del relato hegemónico, Mel Gibson fue el tema de conversación de 2004 por hacer lo contrario: incidir de manera explícita en la cadena de actos del Jueves Santo, desde la oración en el huerto de Getsemaní hasta la Crucifixión. Gibson se debate como autor de forma contradictoria a lo largo del metraje, queriendo ser realista pero exprimiendo el drama hasta la última gota de sangre. Fiel a la época (se habla latín o arameo, nada de una Israel yankee), la violencia es casi la herramienta que narra la historia, sin aplicar elipsis como lo harían otras versiones pero sin recurrir a ser sutil cuando podría necesitarse. Veremos un Via Crucis casi orquestal, en el que cada latigazo es un acorde musical que acompaña a los sollozos de fondo; mientras insertos de flashback rellenan recuerdos del profeta que estamos a punto de perder, para ganar todo lo demás. Por momentos consigue conmover, donde el sufrimiento fácilmente se torna físico, aunque redundando en el efecto de sus imágenes. Como espectador ya descubres su trampa y aún así aceptas que te exhiban el truco. En el fondo queremos que resucite y que 1992 años antes lo hiciera de verdad.
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