Víktor Korchnoi forjó su carácter duro y resistente durante una infancia en la que llegar con vida al día siguiente era una gran conquista. Nacido en 1931, tenía diez años cuando los nazis iniciaron el sitio de Leningrado, su ciudad. Creció sin padres, en unas condiciones terribles, bajo el cuidado de su abuela y su madrastra. Él mismo lo resumió con un triste relato: «Mis padres se separaron cuando tenía dos años; él falleció durante un bombardeo alemán y mi abuela, que se ocupó de mi cuidado, murió en 1942. Un vecino me ayudó a empujar el trineo que llevaba su cuerpo hasta el cementerio de Volkovy. Caminaba un kilómetro diario para conseguir agua de un agujero en el hielo del río Neva; la comida era muy escasa y utilicé las planillas de racionamiento de los muertos para conseguir alimento; cambié pan por leña para protegerme del frío. Cuando la hambruna nos alcanzó, mi gato Macheck desapareció de casa». Para Viktor, todo lo que viniera después de aquellas años en los que un millón de civiles murieron en Leningrado sería un problema menor. Fue uno de los miles de niños a quienes la guerra dejó sin familia, obligados a madurar y endurecerse antes de tiempo.

Donde más feliz se sentía era delante de un tablero de ajedrez. Su padre le había enseñado a jugar siendo pequeño y como para la mayoría de la población rusa el juego se convirtió en parte indispensable de su vida. En ese mundo de 64 casillas no existían el hambre, ni los bombardeos, ni un sistema político que anulaba al individuo por completo. Eran él y ese talento que le llevó a convertirse con el paso del tiempo en uno de los mejores jugadores del país aunque la consideración de Gran Maestro no la consiguió hasta los 29 años. Muchos otros lo hacían con mayor precocidad, pero Korchnoi iba a ser uno de los genios más duraderos y rebeldes del ajedrez mundial. Comenzó brillando por su forma de moverse en posiciones defensivas («crecí resistiendo» se justificaba), pero evolucionó hasta convertirse en un jugador más versátil y capaz de sacar partido a todo tipo de situaciones.

Korchnoi se convertiría en un gran protagonista de los extraordinarios años setenta en los que la pelea por el título mundial acabaría por transformarse en una película de alta política, repleta de espías, intrigas, conspiraciones e incluso planes de asesinato que le llevarían a romper los lazos que le unían a su país. Todo arranca después de que Bobby Fisher ganase el título mundial para Estados Unidos tras vencer a Spassky. Para la URSS recuperar la supremacía mundial en el ajedrez era poco más que un deber patriótico. Moscú acogió en 1974 el torneo de candidatos, a cuya final llegaron Korchnoi y un joven prodigio salido de la Escuela Soviética de Ajedrez: Anatoli Karpov. Las autoridades entendían que Korchnoi, con 43 años, era demasiado mayor para pelear con un tipo del ingenio de Fisher y tomaron partido por la insultante energía que transmitía Karpov. Korchnoi soportó presiones de toda clase durante las semanas en las que disputaron las 24 partidas a las que estaba prevista la final. Karpov tomó la delantera, pero una vez más la resistencia de Viktor resultó conmovedora. Al final, un punto separó a ambos en el tablero, pero la distancia lejos de él se hizo inmensa. Fisher renunció luego a disputar el Mundial y la FIDE coronó a Karpov.

Lo sucedido en 1974 dejó una herida entre Korchnoi y su país que ya no hubo forma de solucionar. Después de criticar duramente al régimen soviético en un periódico yugoslavo fue sancionado casi dos años sin jugar y tomó entonces la decisión de cambiar de vida, de romper con todo lo anterior. Sucedió en 1976, durante un torneo que se disputaba en Amsterdam. Korchnoi, que viajaba a occidente acompañado por miembros de la KGB, pidió a un amigo, el británico Anthony Miles, que le enseñase a decir en inglés «asilo político». Llevaba tiempo con esa idea en la cabeza y en sus anteriores viajes a Europa había ido sacando de Moscú su biblioteca de ajedrez. Durante aquel torneo en Holanda tomó la decisión. En un descuido de la seguridad se presentó en una comisaría y desertó oficialmente de su país.

Lógicamente, Korchnoi se convirtió en un enemigo para el régimen soviético. Por si fuera poco el ajedrecista nunca desperdiciaba la ocasión de censurar en público su sistema y si le faltaban argumentos ahí estaba Petra Leeuwerik para dárselos. La conoció en Holanda. Primero fue su secretaria, pero acabaría siendo su compañera sentimental. Petra había sido secuestrada con 19 años por los rusos en Viena y conducida al campo de prisioneros de Vorkuta, donde pasó diez años que nunca olvidaría. Su odio hacia todo lo soviético superaba al de Korchnoi.

En 1978, pese a los esfuerzos rusos para que no compitiese, Korchnoi alcanzó la final del Mundial ante Karpov que se disputaba en Baguio (Filipinas). Fue una novela más que un enfrentamiento ajedrecístico. Se discutió por todo y el duelo estuvo lleno de polémicas. Rusia trató de que jugase con una bandera blanca al lado y la inscripción «apátrida». Su respuesta, que indignó a la delegación de Karpov, fue contundente: «Yo escapé». Los dos jugadores renunciaron a estrechar sus manos antes y después de las partidas y Karpov situó en la tercera fila a un famoso parasicólogo (Vladimir Zújar) que no quitaba el ojo de encima a un Korchnoi que llevaba semanas diciendo que los rusos intentarían hipnotizarlo durante las partidas. Por este motivo, apareció en el escenario para disputar las primeras partidas con unas sorprendentes gafas de espejo. Y para contrarrestar a Zújar colocó en las filas delanteras a miembros de una secta budista acusados de matar a un diplomático y que estaban a la espera del juicio. El juez árbitro, desquiciado, acabó por expulsar a todos aquellos personajes del salón. Pero aún así siguieron las disputas. La siguiente guerra fue la del yogur que el equipo de Karpov hacía llegar a su jugador mediada la partida. Korchnoi protestó porque entendía que había un mensaje oculto en él en función de su sabor, de su tamaño, de la persona que se lo hacía llegar y del momento en que lo recibía. El juez también prohibió el yogur. Una comedia interminable que cayó del lado de Karpov por una diferencia mínima tras tres meses de combate psicológico. Años después se supo que la paranoia de Korchnoi estaba justificada. Cuando se desclasificaron, la KGB se encontró numerosa documentación sobre el duelo de Filipinas y la consigna de que Karpov «debía ganar por cualquier medio que fuese necesario». Una frase que en manos de ciertas instituciones resulta inquietante.

La guerra Korchnoi-Karpov no acabó en Baguio. Tres años después Viktor vuelve a ganar el torneo de candidatos y con cincuenta años (en plena decadencia para un jugador de ajedrez) se reencuentra con su enemigo en Merano (Italia) en una mesa bajo la que el árbitro pidió que se instale un tablón de madera para evitar patadas como había sucedido en Filipinas. Hubo menos artificio, pero la misma carga política. Korchnoi se centró en denunciar el encarcelamiento que vivían su hijo y su mujer en Rusia. No faltó la tensión, como en la tercera partida en la que Karpov le ofreció tablas y Korchnoi contestó: «Ciudadano Karpov, tienes que ofrecerle las tablas al árbitro». La palabra «ciudadano» la utilizaban mucho en aquel tiempo lo presos para dirigirse a sus carceleros. Un detalle que encolerizó a Karpov y añadió aún más tensión al enfrentamiento que Karpov ganó con cuatro puntos de ventaja.

Korchnoi fue desapareciendo lentamente de la escena. Con el tiempo llegó a normalizar su relación con Karpov y a disfrutar de su vejez, siempre cerca de un tablero.