Casi nadie se explicaba qué hacía el Aston Villa allí. Solo la relación de amor que los clubes ingleses habían desarrollado con la vieja Copa de Europa parecía justificar que el conjunto de Birmingham se hubiese clasificado para la final del 25 de mayo de 1982 en Rotterdam. El mundo esperaba al hegemónico Liverpool liderado por Kenny Dalglish, campeón el año anterior, pero los «reds» habían sufrido una incomprensible eliminación a manos del CSKA de Sofía y por esa rendija, sin hacer apenas ruido, se colaron los «villanos».

El Aston Villa había llegado a la final tras vivir una importante tormenta a nivel interno. La paz y felicidad que el club había experimentado en junio de 1981 cuando se proclamaron campeones de Liga para romper una espera de más se setenta años saltó por los aires. Ron Saunders -el técnico que les condujo a ese éxito y que llevaba en el banquillo del Villa Park desde 1974- se marchó tras un enfrentamiento durísimo con la directiva por una cuestión contractual. Estaban negociando su renovación y todo saltó por los aires. El técnico, que había cogido al equipo en la Division One (el equivalente a la Segunda División española) y le había llevado en esos ocho años a conquistar dos Copas de la Liga y un título de Liga, entendía que merecía colocarse al nivel salarial de los mejores técnicos que había en el país. Su problema fue sostener esa negociación en un momento en el que el equipo había dejado importantes dudas. Estaba en la zona media de la clasificación en la Liga y aunque se había clasificado para los cuartos de final de la Copa de Europa, nada hacía presagiar que le esperaba un largo camino en la gran competición europea.

El 9 de febrero de 1982 los medios británicos adelantaron una noticia que colapsó a la afición de Birmingham: Saunders dejaba el Aston Villa. Ni él ni la directiva habían cedido y el técnico, un tipo orgulloso que había construido su carrera en clubes modestos y alejado siempre de los grandes titulares de prensa, pegó un portazo que sonó con estrépito en toda la ciudad.

Su lugar en el banquillo lo ocupó Tony Barton, que llevaba dos años de asistente de Saunders en el Villa. Era un tipo tranquilo, que transmitía mucha paz en el vestuario y que eligió para salir de la situación un concepto muy básico. «Vamos a defender aún mejor de lo que lo hacemos», les dijo. No estaba el Aston Villa de entonces para grandes alardes ofensivos y el equipo se hizo fuerte alrededor de su portero, Jimmy Rimmer. El equipo mantuvo la dignidad en el torneo local, pero lo extraordinario llegó en la Copa de Europa. No recibieron ni un gol en la eliminatoria de cuartos contra el Dinamo de Kiev (aquel equipazo que lideraba Blokhine en el campo y Lovanovsky en el banquillo) ni en semifinales ante el Anderlecht tras resistir a domicilio el acoso infernal tanto de ucranianos como belgas. Pero de repente estaban en la final de la Copa de Europa y la ciudad enloqueció. La crisis de febrero ya era historia y el club se preparó para el partido de sus vidas, el que debería jugar el 25 de mayo en Rotterdam.

El Bayern de Múnich, su rival, ya eran palabras mayores. Un equipo deslumbrante con Rummenigue, Augenthaler, Hoeness, Breitner, Dremmler…indiscutibles favoritos ante un Aston Villa repleto de futbolistas laboriosos, pero sin ese punto de genialidad y talento que había enfrente. Barton preparó al equipo para el esperado asedio germano. Se trataba como tantas otras veces de resistir y esperar una oportunidad para cambiar una historia que los medios de comunicación ya habían comenzado a escribir. El día anterior al partido, en el entrenamiento en el estadio De Kuip, solo ocurrió un pequeño incidente que no parecía tener importancia. Jimmy Rimmer, el veterano portero del Villa, se había quejado de un pequeño golpe en el cuello durante la práctica. Fue atendido un instante y concluyó el día sin mayor novedad. Pero aquella molestia en apariencia inofensiva acabaría por ser una de las grandes protagonistas de la final. Solo se llevaban ocho minutos de la final cuando Rimmer se echó la mano al cuello y pidió el cambio de inmediato porque se había quedado completamente bloqueado. Momentos de desconcierto y de pánico en las filas de Birmingham. Sin tiempo para calentar saltó a escena un chico de 23 años llamado Nigel Spink.

Spink había llegado al Aston Villa procedente del modesto Chelmsford City donde compaginaba la portería con el trabajo de aprendiz de albañil. Aquella llamada de los «villanos» le había alejado de los ladrillos, pero aunque llevaba desde 1978 en el equipo solo se había puesto una vez bajo los palos de la portería del Aston Villa. Había sido en el mes de diciembre de 1979, en la derrota por 2-1 contra el Nottingham Forest. Más de dos años forjándose en el equipo de «reservas», sin una oportunidad con el primer equipo. Su entrada en escena se produjo sin apenas tiempo para asumir la nueva situación ni para que Barton, el técnico que había vivido la escena sin hacer un solo gesto de preocupación, le dijese nada. «No tuve tiempo ni de ponerme nervioso», explicaría Spink más tarde. En su ligero trote en dirección a la portería, se cruzó con el capitán Dennis Mortimer, un tipo baqueteado en mil peleas que simplemente le dijo «jódelos, Nigel».

Spink tuvo diez minutos de tranquilidad, los que tardó el Bayern de Múnich en alcanzar la velocidad de crucero. A partir de ahí se vio envuelto en un bombardeo interminable. Respondió con seguridad en un par de disparos desde el costado izquierdo de Hoeness y Rummenigue. Aquello le dio la seguridad que necesitaba. Luego vino el disparo a bocajarro de Mathy que sacó como pudo y un par de aproximaciones más que acabaron con disparos desviados por muy poco. La segunda parte fue aún peor. El Bayern no salía de su área, el trabajo se mutiplicaba sin que aquello tuviese aspecto de detenerse en algún momento. Spink paró lo que tenía que parar, sin transmitir más preocupaciones a las que ya tenían sus compañeros. En el minuto 67, en pleno acoso del Bayern, el Aston Villa trenzó una jugada por la banda izquierda y colocó el balón en el área pequeña donde los defensas alemanes, más preocupados por atacar, habían desaparecido. Peter White empujó el balón al fondo de la red.

Después de ese gol, el Bayern vivió en el área del Aston Villa y Spink hizo entonces la parada de la noche. Un disparo de Durnberger que buscaba la base del primer palo. El portero inglés había dado los dos pasos adelante que le salvaron la vida. Se lanzó como un gato hacia su derecha y se quedó abrazado a la pelota «susurrándole cosas bonitas» (según su propia declaración). A dos minutos del final marcó Hoeness en fuera de juego y allí murió la esperanza del Bayern. El Aston Villa había ganado la Copa de Europa en su primera participación y el héroe de aquella noche en Rotterdam, aclamado como un dios en su regreso a Inglaterra, era un chaval que jugaba su segundo partido para el equipo. Birmingham enloqueció por completo. Spink inició ese día una carrera que le convirtió en uno de los jugadores que más veces se han puesto la camiseta del Aston Villa en su historia (permanecería hasta 1996). De aquella noche, de la celebración posterior, solo recuerda que «por mucho que bebía no era capaz de emborracharme».