En 1948, la sociedad italiana estaba al borde de una dramática ruptura. La inestabilidad que vivía el país -motivada en gran medida por la grave crisis económica heredada tras el final de la Segunda Guerra Mundial-, parecía incontrolable. Se había instaurado la República tras votarse a comienzos de año una nueva Constitución. La Democracia Cristiana ostentaba el poder tras romperse el gobierno de concentración con socialistas y comunistas. Algunos líderes trataban de regresar al acuerdo que entendían necesario para sacar adelante el país, pero las posturas de los partidos se habían radicalizado hasta límites irrespirables.

El 14 de julio, a la salida de una sesión en el Congreso, Antonio Pallante, un joven ultraderechista de Sicilia, disparó a Palmiro Togliatti, líder del Partido Comunista (PCI), y le dejó malherido en la calle bajo el asfixiante calor romano. El PCI reaccionó de inmediato y llamó a la huelga general. Muchas fábricas, entre ellas la FIAT, fueron ocupadas por trabajadores armados; se sucedieron las manifestaciones por todo el país y la violencia se masticaba en las calles. Se cortaron las comunicaciones, el servicio de trenes y autobuses. Dieciséis personas perdieron la vida en enfrentamientos en las calles entre los manifestantes y las fuerzas de seguridad.

El país parecía abocado a la Guerra Civil. En esa situación límite, con Italia a punto de saltar en mil pedazos, el presidente Alcire de Gasperi tomó una decisión sorprendente: telefonear a un ciclista, a Gino Bartali. Aquel 14 de julio, el Tour de Francia disfrutaba de jornada de descanso en Cannes antes de iniciar la batalla en los Alpes.

El ciclista se sorprendió cuando un jovencísimo Giulio Andreotti le dijo que el presidente quería hablar urgentemente con él. La conversación fue breve, pero de una extraordinaria intensidad. De Gasperi le dijo: «Gino, están sucediendo cosas terribles en Italia. Necesito pedirle un favor». El ciclista le preguntó qué podía hacer él para arreglar aquella situación y el presidente no vaciló un instante: «Ganar el Tour de Francia».

Bartali se quedó sorprendido por la petición de De Gasperi y solo pudo responder con timidez: «El Tour no lo sé, pero la etapa de mañana, seguro que la gano». Durante la breve charla el político le transmitió su seguridad en que un gran triunfo en la ronda francesa calmaría el ambiente en las calles porque le daría a la gente «algo en lo que distraerse». Y, ante las ausencias en aquella edición del Tour de Coppi y Magni, los 34 años de Bartali eran la única esperanza para Italia.

El problema es que el ciclista toscano, cuyos mejores años se los había llevado la Segunda Guerra Mundial, estaba a más de veinte minutos de Bobet, que en apenas cuatro días había dinamitado la carrera. Muchos periodistas italianos preparaban la maleta para volver a casa. Lo exigía la situación prebélica que se vivía en el país y la falta de alicientes en la carrera: «Demasiado viejo para ganar el Tour» había titulado solo unos días antes la Gazzeta bajo una foto de Bartali.

El corredor que representaba a la Italia más tradicional, la campesina, familiar y devota, advirtió a algunos cronistas: «Queda mucha carrera todavía». Es como si el mensaje de De Gasperi le hubiese llenado de responsabilidad, pero también de fuerzas para afrontar lo que parecía un imposible.

El 15 de julio, el Tour vivía la decimotercera etapa entre Cannes y Briançon. Cuando Bartali descubrió aquella mañana las cortinas en su habitación se encontró con un día infernal. Llovía con ganas. Era un buen augurio porque aquel no era el mejor compañero de viaje para Bobet en una jornada en la que les esperaban Allos, Vars e Izoard, los puertos en los que diez años antes había construido su única victoria en el Tour de Francia.

En la línea de salida Bartali decidió desafiar a Bobet para añadirle un punto psicológico a la pelea que estaba a punto de plantear. Bajo una intensa tormenta de agua el italiano estrecha su mano mientras le dice: «Uno de los dos sufrirá mucho hoy». El francés sonrió sin saber la hecatombe que está a punto de vivir.

Los italianos rompieron la carrera desde la salida y Bartali culminó en el Izoard una de sus obras más grandes. Ganó la etapa con seis minutos de ventaja sobre el segundo clasificado. Bobet, roto, llegó a casi diecinueve minutos. Retuvo el amarillo, pero en esos momentos era un trapo. Bartali paseó orgulloso por la zona de meta cubierto por un gabán que le cubría hasta los pies. Su mirada transmitía seguridad e incredulidad al mismo tiempo por lo que acaba de conseguir. 24 horas antes le parecía un delirio pensar en ganar el Tour de Francia.

A esa hora en Roma el Parlamento está reunido. Alguien entra en mitad de la sesión y anuncia la victoria de Bartali mientras los diputados aplauden. Los incidentes siguen en las calles de Italia, pero el Tour comienza a robarles el protagonismo poco a poco.

Al día siguiente, Bartali da la estocada definitiva. La carrera llega a Aix-Les Bains después de pasar el Galibier, Croix de Fery Porte. Una vez Bartali parece un ángel. Gana con seis minutos sobre el segundo y más de siete sobre Bobet, destruido por completo. Se viste de amarillo y al tiempo que llegan las imágenes desde Francia a Italia, el comunista Togliatti hace un llamamiento a la calma desde el hospital donde se recupera de las heridas.

El Tour, la gesta de Bartali, comienza a llenarlo todo. El toscano suma un nuevo triunfo de etapa (la tercera consecutiva) y el 25 de julio París se rinde a sus pies. Dos días después llega a Italia en medio del delirio. De Gasperi acude a recibirlo personalmente, le abraza de forma apasionada y le da las gracias en nombre de Italia: «Pídame lo que quiera Gino, el trofeo más grande, lo que desee». Bartali, con cierta humildad, le dijo que «estaría bien no volver a pagar impuestos presidente». Entre risas De Gasperi le respondió «me temo,querido Gino, que eso es imposible». Italia había salido de una de las crisis más grandes de su historia gracias en gran parte a las piernas de su ciclista más piadoso.