El grito de todo un país. La rabia contenida de 90 años de intentos. De la furia al toque. A la calidad de esos locos bajitos representados por Andrés Iniesta. El héroe de Johannesburgo. El premio del destino a la humildad de un jugador que venía de la oscuridad emocional por la pérdida de un gran amigo. La imagen que refleja la pasión de la victoria y el amargor de la derrota en la cita más grande. El sueño de una vida hecho realidad.

Iniesta gritó en el minuto 116 después de escuchar el silencio durante 1 segundo que se le hizo una eternidad. En un estadio lleno en ebullición como el Soccer City. En el momento de su carrera, el soñado por cualquier niño que crece junto a un balón de fútbol, marcar en la prórroga el gol que da el triunfo en la final de un Mundial, la primera persona de la que se acordó fue de Dani Jarque.

Esa camiseta era un impulso secreto para nunca bajar los brazos, para sobreponerse a las patadas que le intentaron frenar durante toda la final, que le recordaba lo que pasó en un 2009 que dejó una herida eterna en su corazón en el mes de agosto cuando de forma repentina se marchó Jarque para siempre. Sin tiempo a despedirse. Empujó a Andrés a una depresión. La pérdida de un amigo del alma le hizo dejar de valorar su éxito.

Teniéndolo todo no sentía nada. Sintió que dejaba de ser él, que no disfrutaba de las cosas. Andrés se sentía vacío por dentro. Vivía sin pasión y con miedos. Incapaz de acabar algunos entrenamientos. marchándose de una sala de cine antes de que se iniciase la película. Necesitó ayuda para salir y volver a expresarse con magia en un terreno de juego. El fútbol como vía de escape. Hasta que se posicionó en el sitio adecuado en el momento perfecto. Y sintió que era gol antes de chutar.

La jugada reivindicó al grupo que daba forma a España. Todos juntos siempre. Jugase quien jugase. El gol nació de tres suplentes que fueron decisivos. Jesús Navas corriendo solo contra el mundo para lanzar el contragolpe. El taconazo de Iniesta como adelanto de lo que iba a dejar para la eternidad. La aparición de Cesc para el centro de Fernando Torres y para recoger el rechace y ver a Andrés en posición para marcar. Control de diestra, bote y derechazo de empeine cruzado a la red.

"Lo viví a cámara lenta. De golpe, cuando recibo el pase, escuché el silencio. Todo se detuvo. Estábamos solos el balón y yo. Fue una eternidad pero estaba convencido de que era gol. Al recibir ya sabía que ese balón iba dentro. Es lo máximo a lo que podía aspirar", describe Iniesta.

Su celebración. Camiseta con el 6 quitada para el recuerdo emocionado. Los puños cerrados con rabia, el estallido de todo un país, el "Iniesta de mi vida" mientras Andrés gritaba "toma" con la cara desencajada y en la otra punta del campo Casillas y recibía el abrazo de agradecimiento de Sergio Busquets. Sin colores ni rivalidades, con un solo sentimiento de unidad en un grupo que fue familia. Era otro héroe de la final soñada con sus paradas salvadoras ante Arjen Robben.

Andrés tocó fondo y el destino se lo debía. Su celebración es la máxima expresión del éxito en un deportista. En contraste con la profunda decepción del que lo dio todo y se quedó en la orilla. Esa noche las lágrimas eran holandesas. Robben, en cuyas botas estuvo la final, falló y corría con desesperación hacia el árbitro asistente reclamando lo que fuese que pudiese cambiar el destino. Holanda modificó su identidad para frenar el toque de España y lo peor en la vida es no ser fiel a sí mismo.

Como Iniesta lo fue siempre. Abanderado del estilo que hizo tocar el cielo a la generación de oro del fútbol español. Le tocaba sonreír tras salir de la oscuridad con personalidad. Recoger el premio de convertirse en la persona que más alegría repartió por todo el país con un gol que unió a todos en momentos duros de crisis. El fútbol como vía de escape de la sociedad. El valor humano de un futbolista que se convirtió en leyenda.