Tribuna

¿El olimpismo es un humanismo?

José Antonio Vidal Castaño

Recién acabados hace dos semanas los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, retrasados a 2021 por la aparición de la covid-19, recordados ya como los Juegos de la Pandemia, apenas pasa un día sin que generen noticias. Se suceden, más allá de de las imágenes dejadas por el evento: alguna que otra alabanza o tierna historia particular, críticas y sobre todo protestas contra entrenadores u organizadores por parte de deportistas (medallistas) que van incluso más allá de los abusos sexuales.

La retirada inicial de la gimnasta Simone Biles destinada a ser la ‘reina’ de estos juegos, por problemas mentales que ella misma ha tenido el valor de reconocer, han refrescado la memoria escándalos sexuales que desde 2018 (por no remontarnos más atrás) suceden en el entorno olímpico. Asuntos rápidamente olvidados tras la llegada de las victorias y medallas, como el caso Larry Nassar denunciado por 265 gimnastas estadounidenses por abusos sexuales, entre ellas por la propia Biles.

La inesperada huida a Polonia con petición de exilio de la bielorrusa Tsimanuskaia inscrita en una prueba para la que no estaba preparada, añade a estos Juegos un nota política; sinsabores, como la retirada de las tenistas Badosa y Muguruza víctimas de un golpe de calor a más de 37 grados; la denuncia de las olímpicas españolas de baloncesto Marta Xargay y Anna Cruz por maltrato psicológico y otras «cosas intolerables» que le han llevado a decir a esta última que «los títulos no deben salir tan caros». ¿Qué interpretación dar a esta frase y a estos sucesos?

Los Juegos Olímpicos modernos vienen siendo pasto del cotilleo mediático, de denuncias y ‘gestos’ premeditados, amén de las típicas exaltaciones nacionalistas y dolores de muelas provocados por bocados que los ganadores propinan a sus medallas… Las Olimpiadas vienen mostrando un extenso catálogo de sucesos extradeportivos, que admitimos como si todo ello fuera normal: salidas de tono, amenazas, denuncias y abusos de todo tipo; pugnas de clanes deportivos, revanchas políticas y odios raciales (no hay más que recordar los juegos organizados en 1936 por la Alemania de Hitler, o la influencia que tenía en el medallero la pugna político-militar entre las superpotencias EE UU-URSS, a lo largo de la Guerra Fría, por no hablar del brutal impacto de los atentados en Münich 1972.

Ya va siendo hora —Javier Cercas decía a propósito de nuestra credulidad— que, lo más sensato sería «abandonar (…) el optimismo iluso e indocumentado y reeducarnos». El olimpismo ha evolucionado para mal, fagocitado por la sociedad del espectáculo puro y duro, con la consiguiente circulación y financiación opaca del dinero, alimentando (pese al simbolismo inclusivo de los anillos olímpicos) el patrioterismo y racismo por conseguir un puñado de bellas imágenes, de millonarias audiencias de espectadores televisivos y pasivos, mientras las gradas de los estadios están semivacías y no solo por los perniciosos efectos de la covid-19.

Se percibe un trasfondo que, más allá de lo anecdótico e incluso de la politización, tiene que ver con la entraña del olimpismo y que viene de lejos. ¿Recuerdan el famoso y manido lema olímpico ‘Citius, altius, fortius’ o ‘Más lejos, más alto, más fuerte’, en su versión española? La frase, cabe recordar, fue propuesta por el promotor y fundador del olimpismo moderno, el francés Pierre de Coubertin, que la promocionó en los Juegos de París en 1920. Imposible dudar de las intenciones del barón, una especie de sabio moderno enamorado de la cultura de la clásica y de sus patrones de vida… En su adoración no veía la rudeza y crueldad —por muy estética que fuera— de ciertas prácticas sociales y deportivas de los helenos. En su bonhomía (defensor de los derechos humanos y de la igualdad social) no se detuvo a reflexionar —o tal vez sí— que su lema, pronto aceptado como divisa y marca mundiales, casaba muy bien con el pensamiento económico y empresarial de la era moderna: el crecimiento constante y sin freno; la idea del ‘progreso’ ininterrumpido, descontrolado y sin límite. La meta no es una mera victoria deportiva; conlleva fuertes responsabilidades sociales (de prestigio e imagen) y políticas, relacionadas con el poder para influir en los demás… Con ‘Citius, altius, fortius’, los límites de lo humano se desdibujan y el avance hacia la inhumanidad y la desmesura se muestran inexorables. Sabemos que al barón le horrorizaría la idea…

El olimpismo hoy es una realidad que tiene poco que ver con fortalecer la amistad y la fraternidad entre los pueblos, la exaltación del esfuerzo deportivo presidido por la idea de ‘participar’. Se trata sobre todo de ‘ganar’, de ‘vencer’ a toda costa. La inclusión racial se vive desde la confrontación y el gesto politizado; la victoria como una afirmación de superioridad política e incluso racial hace más humillante y amarga la derrota.

Todo lo humano evoluciona o se revoluciona desde fuerzas internas o externas. Los Juegos Olímpicos también. Soy de los que han estado horas admirando hazañas atléticas o acuáticas; de los que aún se emocionan con lances y rivalidades deportivos… No propongo ni siquiera la revisión de la disparatada evolución de las nuevas disciplinas o deportes olímpicos. Cualquier día se otorgarán medallas por la rapidez en manducar, mear o defecar. También en versión paralímpica. Disculpen, pero podemos llegar a contemplar a dos humanos sentados en la taza de un wáter dispuestos a ganar una medalla. ‘Citius, altius, fortius’.

Las Olimpiadas pretendieron recuperar la nobleza de la competición y el esfuerzo deportivo, exaltar la participación frente a la victoria, contestar delirios de grandeza de las competiciones profesionales. ¿Donde están hoy las diferencias?