Golf

La obra de una vida

Clifford Roberts se empeñó en convertir el Masters en el torneo de golf más magnético del mundo y en Augusta el lugar más especial. En su esquina favorita del campo eligió morir en 1977

Bobby Jones y Clifford Roberts, en Augusta. | LA OPINIÓN

Bobby Jones y Clifford Roberts, en Augusta. | LA OPINIÓN / JUAN CARLOS ÁLVAREZ. málaga

Juan Carlos Álvarez

«Este lugar parece que lleva toda la vida esperando a que alguien construya un campo de golf en él». Fueron las palabras que el genial Bobby Jones pronunció el día que su amigo Clifford Roberts le mostró un antiguo vivero de 365 acres en Augusta al que llamaban «Fruitland». Hacía tiempo que el mejor jugador de su tiempo buscaba en Georgia, su estado natal, un lugar donde levantar un campo que fuese la envidia del mundo. Se había retirado antes de cumplir los cuarenta años, cubierto de títulos, de fama y de un merecido reconocimiento por su elegancia y deportividad. Buscaba una vida tranquila en Atlanta y un campo de golf al que cuidar. Contó su deseo a Roberts y éste puso en marcha su capacidad de influencia para hacer realidad el sueño de su amigo.

Clifford Roberts conoció a Bobby Jones cuando ya era uno de los grandes corredores de bolsa en Nueva York. No le había resultado sencillo llegar hasta ese punto. Pasó una niñez de pueblo en pueblo del medio oeste americano arrastrado por los negocios ruinosos de su padre. Una juventud desgraciada que se vio agravada por dos tragedias familiares: el incendio que les dejó sin casa y el suicidio de su madre cuando tenía diecinueve años.

Trabajó en todo lo que pudo: vendió gallinas, ordenó vacas, ejerció de dependiente, de repartidor e incluso de caddie en los clubes de golf. A los veinte años se hizo viajante vendiendo trajes y finalmente consiguió hacer fortuna especulando con derechos de propección petrolífera que le abrieron las puertas de Wall Street. La vida ya le sonreía cuando Bobby Jones se cruzó en su camino. Como aficionado al golf sentía una inmensa admiración por él que derivó en sincera amistad y por eso cuando Jones le confesó el deseo de tener su propio campo en Georgia convirtió esa tarea en la tarea de su vida.

Las obras en el Augusta National comenzaron en los primeros meses de 1931 y el campo, diseñado por Jones y por el escocés Alister MacKenzie, estaba listo para su apertura a finales de 1932. Jones y Roberts se unieron para impulsar un club en un momento especialmente delicado para poner en marcha cualquier proyecto.

Estados Unidos estaba bajo los efectos de la Gran Depresión por lo que tampoco podían ser especialmente exigentes en los requisitos para ingresar en el club. Además, Georgia estaba lejos de Nueva York, donde la influencia de Roberts podía ser mayor. Cuando abrieron solo tenían 76 socios que pagaron la cuota inicial de 5.000 dólares y los 60 dólares anuales que pagarían desde ese momento. Clifford Roberts fue su primer presidente. Los dos amigos y socios se repartieron los papeles de forma perfecta. Jones era el gancho ideal, el encargado de las relaciones públicas y uno de los grandes atractivos para acercarse al nuevo club. Roberts era el cerebro de todo, el encargado de buscar inversores y de atraer dinero gracias a su probado poder de influencia. Le ayudaba el carácter frío y calculador que le había permitido salir de la miseria a la que parecía condenado y de la ruina a la que el crack de 1929 había llevado a buena parte de los responsables de fondos de inversión como él.

En 1934, Jones decidió crear un torneo especial que atrajese cada año a los mejores jugadores del mundo. Inicialmente su intención de que fuese sede del US Open fracasó por un problema de fechas por lo que pusieron en marcha su propio campeonato. Roberts propuso que esa primera edición fuese bautizada como «The Masters», pero a Jones le pareció demasiado pretencioso para un club que solo llevaba dos años abierto y optó por «Primer Torneo por Invitación Anual del Augusta National». «Largo y aburrido» le decía Roberts, convencido de que su idea era la buena, la que perduraría en el tiempo y quedaría grabada en la cabeza de los aficionados. Tan seguro estaba que se preocupó de que todo el mundo comenzase a nombrarlo así aunque oficialmente se llamase como quería Jones. El día que en los periódicos, para ahorrar espacio, empezaron a hablar del «Masters» tuvo claro que la pelea estaba ganada. En 1938 estrenó su nueva denominación.

Desde ese momento Clifford Roberts se preocupó por convertir aquel torneo en el meor del mundo, en el más atractivo a la vista de los espectadores, en el que más deseado por los jugadores. Para ello abrió su mente y la de los aficionados al golf porque buena parte de las grandes innovaciones que llegaron a ese deporte lo hicieron a través de Augusta. Repartir hojas con los emparejamientos entre los aficionados, instalar marcadores en los diferentes hoyos para que todo el mundo supiese cómo iba el torneo, los distintos colores para separar a los que van por encima o por debajo del par, las grandes gradas para que los aficionados pudiesen sentarse a ver a todos los jugadores pasar por el mismo hoyo, los cuatro días de campeonato y no tres como se acostumbraba… detalles que parecen ahora elementales pero que vieron la luz en el Augusta National gracias a Roberts.

Para su definitiva santificación del torneo, Roberts encontró un aliado imprescindible en la televisión. Desconfiaba del medio en general, pero era consciente de su impacto y de la importancia que tendría en la promoción de un acontecimiento deportivo. En 1956 se televisó por primera vez tras llegar a un acuerdo con la CBS y el torneo explotó definitivamente.

El campo lucía esplendoroso, diferente y su magnetismo creció en todo el mundo. También su audiencia lo que llevó a la NBC y la ABC a pelear con fuerza por hacerse con los derechos del torneo que Roberts negociaba año a año. Era su forma de apretar a la CBS, saber que en la puerta había otras dos cadenas dispuestas a los que fuera por televisar la siguiente edición. Con todo ello Roberts se convirtió en un ser todopoderoso.

El papel de Bobby Jones fue menguando después de que se le diagnosticase una enfermedad degenerativa a finales de los años 40. Su presencia en Augusta era cada vez menor y su poder de decisión también. De hecho Roberts fue cambiando el perfil de los socios del club. En sus inicios la mayoría era gente con dinero del estado de Georgia, amigos de Jones en muchos casos. Pero con el tiempo buscó a los dueños de grandes corporaciones, encantados de unirse al exclusivo club de los «chaquetas verdes». Esa medida aumentaba sus posibilidades de inversión en el campo y de multiplicar la promoción del Masters. Por ejemplo un año trajo gratis a los principales medios de comunicación europeos y para ello se valió de los aviones privados, pocos, que tenían algunos de sus nuevos socios. Entre las personas que captó para el club se encontraba el propio presidente Eisenhower, que tras su paso por la Casa Blanca convertiría Augusta en su lugar favorito para el descanso y cedería a Clifford Roberts la administración de su patrimonio.

Jones y Roberts empezaron a tener diferencias a raíz de las sucesivas reformas que se hicieron en el campo. Pocas veces estaban de acuerdo, pero al final siempre se hacía lo que quería Roberts. El punto final llegó a raíz del deterioro físico de Bobby Jones que en los años sesenta, convertido en «presidente perpetuo» del club, apenas podía seguir el torneo. Solo aparecía en la entrega de la chaqueta verde al ganador. Cada vez más limitado y deteriorado. A Roberts no le agradaba la escena, le dolía ver a su amigo en aquellas circunstancias. Creía que le hacía daño a la imagen y leyenda del gran Bobby Jones que cada año el país fuese testigo de su progresivo desgaste y habló con la CBS que fue la que asumió la responsabilidad y el mal trago de decirle a Jones que no le querían en la imposición de la chaqueta verde. La cuestión es que cuando Bobby Jones murió en 1971 la familia no invitó al entierro a Clifford Roberts, algo que le dejó profundamente marcado.

El presidente de Augusta siguió gobernando con mano de hierro el Masters al tiempo que alimentaba todas las leyendas que aparecían sobre su carácter, muchas de ellas exageradas. Pero le ayudaban a cumplir sus propósitos. Se le respetaba de modo reverencial y se temían sus arranques de furia. Tampoco pudo evitar la polémica cuando se le atribuyó la frase de que «mientras yo viva en Augusta todos los caddies serán negros y todos los golfistas blancos». La verdad es que no vio jugar a ningún negro su torneo aunque ese no era un problema exclusivo de Augusta sino del golf que apenas tenía jugadores negros en la élite.

El 29 de septiembre de 1979 Clifford Roberts se fue a cortar el pelo a la peluquería del club como hacía con frecuencia. Habló con el responsable de seguridad y comenzó a dar un paseo por el club. Su salud estaba maltrecha desde hacía tiempo. Tenía cáncer y hacía poco se había recuperado de un infarto cerebral que le dificultaba el movimiento. Llegó junto al borde del Lago de Ike (nombrado así en honor de Einsenhower), sacó el revólver que llevaba en el bolsillo y se disparó un tiro en la cabeza. Había tomado la decisión de morir en su lugar favorito del campo de Augusta, el verdadero amor de su vida.

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