Recuperación
Europa pide otra fórmula alemana
Bruselas insta a Merkel a moderar el superávit exterior, convencida de que el estímulo de la demanda interna germana favorecería el despegue de los países del Sur

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, durante una visita oficial a la canciller alemana en Berlín. / REUTERS
Javier Cuartas
La Comisión Europea ha emplazado a Alemania a ser menos alemana. Se parte de la premisa de que la actual crisis emana de los fortísimos desequilibrios económicos acumulados durante la etapa de prosperidad internacional que transcurre en el decenio 1998-2008. Uno de esos desequilibrios es el gran desajuste entre países con elevados superávits externos en sus balanzas de pagos y otros con enormes déficits y endeudamiento externos.
Esta polaridad extrema se reproduce en la unión monetaria europea. En el euro subyace una divergencia gravísima, y que ha sido creciente en los últimos tres lustros, entre países con una arrolladora capacidad de generar superávits externos, caso de Alemania, y otros -de manera muy relevante, España- con una vertiginosa acumulación de deuda externa a partir de 1998 porque todo su crecimiento se fundamentó -la burbuja inmobiliaria, el consumo galopante, la modernización empresarial...- sobre la financiación externa.
En el mercado global, la prolongación de los desequilibrios, aunque amenazan la sostenibilidad del modelo, son susceptibles de corrección con la política cambiaria (devaluaciones o apreciaciones monetarias) y con el manejo de los tipos de interés. Pero esta opción no existe dentro de una misma zona monetaria, donde las divergencias entre socios no pueden ser depuradas con esos mecanismos porque no existen: la política monetaria que dicta el BCE es igual para todos y los tipos de cambio son fijos, no operan.
Las alarmas deberían haber alertado hace años de la fractura potencial que se estaba incubando cuando, dentro de la disciplina de una estructura de tipos de cambio no revisables, algunos países acumulaban desorbitados superávits externos y otros, como España, incurrían en una deuda externa que llegó a ser de casi dos veces el PIB, en su mayor parte contraída con los socios más potentes del euro.
Los gigantescos excedentes generados por la alta competitividad y capacidad exportadora de Alemania y otros países se recolocaban en el sur de Europa contribuyendo a la financiación de un modelo de crecimiento que, caso de España, no fue más que una huida hacia adelante de empresas, familias y bancos cada vez más endeudados en la percepción errónea de que el dinero era gratis y manaba solo.
No hubo alertas
Ni los mercados ni las agencias de «rating» alertaron de peligro potencial alguno (las primas de riesgo de España, Grecia, Portugal, Italia e Irlanda eran ínfimas) porque el raudo crecimiento del PIB y del empleo y la revalorización de activos a resultas de la burbuja y del calentamiento de esas economías endeudadas disipó cualquier cautela.
El signo cambió cuando el mundo occidental desarrollado entró en recesión y sobrevino el colapso financiero. Pero aún más cuando se destapó el fraude de la contabilidad griega. A partir de ahí, y ante la imposibilidad de diferenciar con la cotización de sus monedas las realidades divergentes que coexisten en el euro, los mercados optaron por diferenciar las economías nacionales distinguiendo las rentabilidades exigidas a los bonos de sus estados.
La disparidad en las primas de riesgo se extremó como retrato fidedigno de situaciones económicas antagónicas y esto fue lo que llevó a dudar de la supervivencia del euro en los últimos tres años o, en su defecto, a plantear de forma preventiva el desdoblamiento de la moneda en dos euros distintos: el del Norte para los países disciplinados y con elevado saldo neto exportador y el de Sur para los países con fortísimo déficit por cuenta corriente.
Todo ello tiene lógica en la medida en que lo coherente es que las economías fuertes tengan monedas fuertes y lo intrínseco a las economías débiles es que posean monedas también débiles. Intentar conciliar ambas necesidades dentro de una misma divisa se percibió imposible a partir de 2010. Pero mucho más cuando la fragmentación de la zona monetaria por la dispersión de las primas de riesgo y por el contagio de estos diferenciales soberanos a los tipos de interés de mercado acabó por neutralizar la acción del BCE, incapaz de imponer de forma homogénea sus decisiones monetarias en el conjunto de la eurozona.
Lo que se planteó, en definitiva, era la imposibilidad de que pudieran seguir juntos, y bajo el corsé de una misma moneda, países con trayectorias divergentes y que no pueden corregir sus fastuosos desequilibrios comerciales y financieros recíprocos con el recurso de la devaluación monetaria. Por consiguiente, esa fuerza centrífuga, de no ser atenuada, acabaría por romper las costuras del euro.
Más y más obstáculos
Esto, que es verosímil para cualquier unión monetaria, lo era mucho más en la eurozona por la debilidad de su diseño institucional. Sin una unión bancaria real, sin un regulador y supervisor únicos, sin un Tesoro y deuda soberana común y sin un auténtico gobierno económico compartido, la capacidad para compensar las desviaciones en las economías partícipes del euro son muy reducidas. Es más difícil aún cuando el presupuesto comunitario es ínfimo en relación al PIB, por lo que no cabe establecer políticas centralizadas de flujos y transferencias para combatir con eficacia las desarmonías. Y además, la gran diversidad cultural e idiomática y el arraigo de las identidades nacionales son obstáculos a la movilidad interna entre países y a la corrección de los desequilibrios mediante la reasignación de fuerza laboral y la nivelación de la renta per cápita por la vía de la redistribución demográfica, un tipo de ajuste que sí es muy eficaz en EEUU, pero aún tibio en la UE por la preeminencia de los estados-nación y de las mentalidades patrióticas.
Así las cosas, la única forma posible de rectificar las acusadas asimetrías que amenazan con desestabilizar la zona euro sólo pueden proceder de invertir el proceso. Y aquí el poderío alemán en Europa ha logrado imponer su receta: los países que consumieron, invirtieron y se endeudaron de forma imprudente y generaron elevadísimos saldos negativos con el exterior por una acelerada pérdida de competitividad durante quince años de crecimiento muy por encima de su potencial y del fundamento de sus economías deben expiar esos excesos para restablecer su solvencia. De modo que las políticas de austeridad, de recortes sociales o de reducciones salariales serán la penitencia que permitirá a esos países mejorar su competitividad y ganar cuota de mercado internacional.
Esta estrategia, amén de dolorosa, está sujeta a tres incertidumbres. Una es que la economía internacional crezca en tasas suficientes para hacer factible sus propósitos. Otra, que dentro de la UE (principal destino de las ventas entre los socios) haya un repunte suficiente de la demanda interna. Y la tercera, que la fortaleza del euro no arruine las ganancias de competitividad que frente a competidores ajenos a la eurozona obtengan España y países análogos por la vía del empobrecimiento de sus habitantes. Y para estas tres cuestiones el proceder alemán es clave.
Alemania es la tercera potencia exportadora del mundo en volumen y valor de sus ventas en el exterior. Pero es la segunda en saldo exportador: es decir, en el superávit de las exportaciones respecto a las importaciones. La gran potencia industrial y tecnológica alemana, su elevada imagen de marca (el «made in germany» goza de prestigio) y la devaluación interna que practicó el país desde la época del canciller Schroeder para digerir la reunificación nacional permiten a Alemania ser una pujante máquina exportadora incluso con un euro demasiado caro en su cruce con el dólar.
El problema es que, con una posición exportadora neta tan elevada la tendencia es que el euro se aprecie, que es justo lo que no conviene a los países del sur, que intentan desendeudarse con el resto del mundo y salir de sus propias crisis específicas por la vía exportadora y para la que, por no disponer de las fortalezas alemanas, están optando por ligar su futuro y su competitividad al factor precio. La cotización del euro es inocua en las relaciones entre socios, pero su apreciación daña la capacidad de exportación a países terceros porque anula en destino cualquier abaratamiento de productos y servicios en origen.
Un euro caro es además desinflacionista, lo que conviene a países acreedores como Alemania pero complica el pago de sus débitos a los países muy endeudados. A esta desinflación también contribuyen las políticas de austeridad que practica Alemania y que impone a sus socios.
Como los superávits de unos países son los déficits de otros, la corrección de estos últimos dentro de la eurozona sería más rápido y fácil de acometer si se produjera una mayor ambición de compra, consumo e inversión en los países excedentarios, lo que a su vez atenuaría las tensiones deflacionarias. Y esto vuelve a implicar a Alemania y a los países que comparten su cultura de austeridad y de ahorro.
Un mayor gasto e inversión (público y privado) de los países más potentes y acreedores permitiría aumentar la eficacia de los sacrificios del sur e incluso eximir a estos países de los nuevos ajustes que se están reclamando ahora a España. A la inversa, la generalización de la austeridad y la devaluación interna en la eurozona es lo que está forzando recortes adicionales en las economías endeudadas.
Para cerrar o estrechar la enorme brecha entre acreedores y deudores el esfuerzo en sentido inverso de las dos partes acrecentaría los resultados y aliviaría el dolor a aquellos países que se endeudaron en exceso y ahora deben ahorrar en demasía. Porque una mayor demanda interna alemana no sólo daría más opciones a las ventas españolas. También elevaría la inflación germana en relación a la española y esto aliviaría la exigencia de reducciones de costes y salarios a España para ganar competitividad en Europa. Y una menor presión a la baja de los salarios españoles supondría a su vez una buena contribución para reanimar la demanda interna española, hoy hundida por el paro y por la deuda de empresas y familias, pero también por los ajustes y los efectos de la reforma laboral.
Por todo ello, y porque existen dudas razonables de que países como España puedan restablecer su solvencia sin esa ayuda externa, la Comisión Europea ha emplazado a Alemania a corregir su excesivo superávit. Y no lo ha hecho pidiéndole que frene sus ventas al exterior, algo inasumible para la soberanía del país y además perjudicial para Europa, porque cuanto más crezca y produzca Alemania, más opciones habrá para sus socios de venderle materias primas, productos intermedios, bienes de equipo y de consumo, captar a sus turistas...
Lo que ha hecho la Comisión es reclamarle que reduzca el saldo neto exterior. Y esto se puede hacer sin necesidad de renunciar a ganar cuota de mercado internacional. Sería suficiente el impulso de su demanda interna. Son las importaciones las que importan, las que permitirían reducir los diferenciales exteriores, atenuar las divergencias en el euro y contribuir al empuje de los países precisados de exportar más para generar empleo y ahorro externo. Y porque es esta opción la que permitiría ajustar más rápido las disparidades europeas y hacerlo además sin menoscabo -sino todo lo contrario- del crecimiento alemán.
Resistencia alemana
Las resistencias alemanas tienen motivaciones económicas y culturales. El país no quiere abandonar su fórmula de éxito, aspira a reducir su deuda pública por la vía de la contención y no por la senda inflacionaria, repudia la inflación por razones históricas y prefiere un euro fuerte porque contribuye a controlar los precios y porque Alemania ha demostrado que es capaz -aun con una moneda alta- de generar el 70% de su PIB con el comercio exterior. Y como país acreedor quiere cobrar sus deudas en la misma moneda con la que financió a sus deudores, para garantizarse que recuperará todo el valor de lo prestado.
El pacto para una gran coalición de conservadores y socialdemócratas abre la expectativa de un menor rigor en los dictados de la austeridad. La exigencia socialdemócrata de establecer un salario mínimo, mejorar las pensiones y promover inversión pública en infraestructuras de transportes y en educación y ciencia puede ser una oportunidad y un alivio para los países del sur europeo.
- Esta es la playa de Málaga que tiene una piscina natural de agua dulce pegada al mar: es una de las más bonitas y tranquilas
- Este es el pueblo de Málaga que tiene un Cristo Redentor que recuerda al de Brasil: es el más alto de toda Andalucía
- Colapso en la venta de entradas para la Comic Con de Málaga: caída de la web y quejas masivas
- Una de las embarcaciones más caras del mundo atraca en Málaga
- Málaga celebrará en julio el primer festival dedicado exclusivamente al campero
- Málaga tiene uno de sus mejores restaurantes de comida tradicional 'escondido' en el interior de una casa
- Así puedes disfrutar de una mariscada en Málaga por menos de lo que imaginas
- Todo lo que debes saber de la Comic-Con en Málaga: ¿será como la de San Diego?