La política se ha convertido cada vez más en una cuestión de guiones que enfatizan un relato de esperanza o de temor, de resentimiento o de solidaridad. Con el mapa ideológico español dividido en dos grandes bloques -o en tres, si incluimos a los nacionalismos-, la derecha optó por subrayar el relato de la cuestión nacional hasta el punto de pretender así arrinconar en el ring al PSOE.

Los estrategas de Pedro Sánchez aprovecharon hábilmente esta coyuntura -y la comprometedora foto de Colón- para alentar el miedo a un hipotético gobierno de Populares y Ciudadanos con la extrema derecha. En este marco narrativo, Podemos quedaba aislado respecto al relato central del bloque izquierdista y ofrecía muestras de debilidad: de la suma de errores que ha cometido durante la legislatura a sus fracturas internas, de su caída en Cataluña -una de sus plazas fuertes- a la imagen de la vida burguesa de Pablo Iglesias e Irene Montero en Galapagar.

El objetivo del PSOE pasaba por recuperar buena parte de ese voto podemita que, durante unos años, llegó a soñar con el sorpasso. Casi lo consiguieron, pero el resultado de anoche -sin suponer un fracaso estrepitoso para Pablo Iglesias- redimensiona el músculo electoral de Podemos, convertido ahora en algo parecido a una Izquierda Unida con esteroides.

Pablo Iglesias podrá, eso sí, vender dos éxitos: el primero que, gracias a una buena semana final, ha conseguido salvar los muebles de un partido que vivía, desde hace unos meses, sumido en una profunda crisis; el segundo, que este resultado le permite taponar el boquete de votos que suponía el cisma planteado por Errejón en Madrid. Con la fuerza de sus diputados, Iglesias aspirará a entrar en el gobierno y anclar las políticas del PSOE en el populismo de izquierdas. Quizás lo consiga. Quizás no.