La política de la transición era un deporte mixto, aunque escorado hacia los varones en proporciones de escándalo. Treinta años después de la primera muerte de Franco, y gracias a las leyes de paridad progresista deploradas por la derecha, el Congreso se convirtió en una cámara casi igualitaria. España ha alineado ya Gobiernos con más mujeres que hombres y que cumplían la ley de Françoise Giroud, primera francesa ministra con Giscard d'Estaing. A saber, que a las miembros de un gabinete se les permitiera ser tan ineficientes como sus colegas varones, sin mayores traumas.

Estas desdichadas elecciones debían incluir por fuerza un retroceso en la única conquista democrática evidente. A partir de ahora, los señores montan sus debates estelares en platós donde se fuman habanos fálicos. Unos días después, las mujeres y en algún caso sus mujeres, protagonizarán el choque de las secundarias. El combate por la igualdad se estanca en debates electorales masculinos y femeninos, segregados por el sexo de acuerdo con los cánones de las religiones integristas.

Política masculina y femenina, como en el fútbol, solo que las diputadas carecen del coraje suficiente para enfrentarse a sus superiores. Las bolsas también son distintas. Los señores se juegan la presidencia del Gobierno, las mujeres ganadoras accederán a una limosna ministerial. En resumen, el debate soñado por Berlusconi, solo que bajo su batuta hubiera sido moderado por el inigualable Jorge Javier Vázquez.

El regreso a la caverna necesitaba una coartada. Ahí está el erudito de la cadena, anunciando desde el pozo de su sabiduría que este debate es fundamental porque los negros votan a los negros y las mujeres a las mujeres. En efecto, de ahí que las mujeres blancas estadounidenses votaran menos a Hillary Clinton que a Donald Trump. Al inquilino de la Casa Blanca le han llamado muchas cosas, pero nunca mujer blanca.

Las participantes en el extraño homenaje a la subyugación estaban encabezadas por Inés Arrimadas, que se fugó de Cataluña igual que Puigdemont, y en ambos casos con la sanísima intención de liberar a Cataluña del otro. Irene Montero es la compañera de hipotecas de Pablo Iglesias, confirmando la querencia del comunismo por la concepción dinástica, aunque ahora bajo el barniz democrático de que los militantes de Podemos han de votar la dacha de sus mandatarios.

La doctora María Jesús Montero no solo suspira por ser la número dos de Sánchez, sino que varias veces al día se pregunta por qué el presidente del Gobierno no es su número dos. Ana Pastor es la mejor candidata a La Moncloa que podía imaginar el PP, desde hace un cuarto de siglo y probablemente durante los próximos 25 años. Su mejor frase fue "¿Puedo hablar? Voy a hablar".

La ultraderechista moderada Rocío Monasterio era tan precoz que firmaba proyectos de arquitectura antes de salir del instituto. Anoche incurrió en tantos excesos, con su fijación por viajar en el Falcon, que debió frenar el ascenso de Vox propiciado por el ayatolá Abascal. Ninguna de las participantes es inferior a los hombres de su partido, lo cual tampoco es decir mucho. Sin embargo, se niegan a plantarles cara y, a la menor oportunidad, los proclaman insustituibles. Aunque tal vez Donald Trump las votaría en bloque, si así lo decide el erudito.