Que Podemos ya no es ese movimiento alegre y bullicioso que sirve a cualquier aspirante a Che Guevara de Miraflores para canalizar sus ansias de revolución quedó patente ayer. Pablo Iglesias subió al escenario del Teatro Alameda, miró al frente y ahí abajo, en las butacas, ya no quedaba nadie los que integran la cúpula local del partido.

La última vez que estuvo en Málaga, entonces con motivo de las elecciones autonómicas, aún compartía atril con el secretario general de Podemos en la capital, José Antonio Vargas. La luz parece haberse apagado definitivamente para él. Así es porque los tiempos han cambiado y uno de los mayores fenómenos políticos en la historia reciente de este país no se puede permitir posibles factores de riesgo. Cuando se trata de acceder al poder, la aspiración es la centralidad y en una campaña que se prevé reñida, ya no hay sitio para mensajes que pudieran ser considerados por muchos como surrealistas o, peor todavía, directamente, como antisistema.

No es casualidad que Pablo Iglesias llegara ayer a Málaga, donde quiso escenificar su candidatura a la presidencia del Gobierno, acompañado de uno de los últimos fichajes de Podemos, la exportavoz adjunta de Jueces para la Democracia, Victoria Rosell, y por el responsable de Relaciones con la Sociedad Civil de la formación morada, Rafael Mayoral. Gente con un bagaje intelectual y con un recorrido profesional intachable. Un profesor de economía en la Universidad de Málaga, el cabeza de lista por la provincia, Alberto Montero, completó el escenario para querer certificar la seriedad del movimiento. Más por pragmatismo político que por capricho, para evitar el encasillamiento en espectros ideológicos, el Podemos de ayer es el resultado de esa tabla rasa interna que pretende devolver a los morados a ser una alternativa seria para el votante de clase media. Ese que no anhela la eliminación de la propiedad privada, pero sí está harto de ajustes sociales y decadencia moral. «Quiero ser el presidente de las clases medias y populares», se presentó Iglesias. Como era de esperar, tuvo un mensaje para Celia Villalobos, con la que tuvo un desencuentro verbal en los pasillos del Congreso de los Diputados recientemente. Sin renunciar a tomarse un café con la veterana política popular, le avisó de una de las principales reivindicaciones de Podemos: la lucha contra la corrupción. «Nosotros a los corruptos, les vamos a seguir llamando corruptos a la cara» dijo sin intención de medias tintas. «Da la impresión de que en Génova no queda incorrupto ni el brazo de Santa Teresa», remató para arrancar los primeros gritos de negación a los 600 asistentes que completaron el aforo del Teatro Alameda. «Que no, que no, que no nos representan», resonó cortante.

Aunque ya no fuera al aire libre, como el pasado mes de marzo en la plaza de La Merced, los actos de Podemos siguen manteniendo un factor diferencial con la habitual escenografía de los partidos tradicionales. En los aledaños del teatro hubo puestos vendiendo libros. En el interior también se podían adquirir camisetas de Podemos y gominolas. Una vez dentro, se apagaron las luces para proyectar un vídeo que iba directamente contra la línea de flotación de lo que, en realidad, sirve justo como catalizador para nutrir la propia existencia de Podemos: el ocaso de las instituciones y de los partidos tradicionales representados por sus cabezas más visibles. No faltó la sonrisa de Luis Bárcenas como atlante principal de la corrupción para abrir fuego en una sucesión de imágenes superpuestas, a todo trapo, y con intención directa de conectar con el circuito neuronal de un cerebro indignado. Si en los actos del PSOE suena siempre la misma rumba machacona y en el PP se enarbolan las banderas, Podemos sale a la pista con Eminem a todo volumen y poniendo en riesgo la estabilidad auditiva de más de uno. Cuando se dieron todas las condiciones mitineras imprescindibles para estas ocasiones, se cambió de registro y, con la banda sonora de Los cazafantasmas en cliché de quien viene a limpiar al país de sus espectros, hizo su entrada el líder carismático.

Corrupción y derechos sociales

Una vez en el estrado, Iglesias repasó lo que sería su acción de gobierno, basada en la reivindicación permanente de los derechos sociales y la lucha contra la corrupción en las instituciones públicas. Siempre bajo el amparo de una Constitución reformada en la que tengan encaje todos los territorios. Sin necesidad de mencionar directamente a Cataluña, señaló que «la grandeza de España es su diversidad y no hay ningún problema que en la Constitución se diga que esa diversidad va a estar garantizada no por una imposición, sino por la voluntad democrática». En este sentido, avisó de que Podemos estará en la celebración oficial en honor a la carta magna porque, según Iglesias, «no vamos a regalar los avances sociales a los que se van a hacer un cóctel». Eso sí, «no vamos a llevar corbata», dijo mateniendo el atributo diferencial.

Con una estrategia confeccionada en relacionar a los partidos tradicionales con la corrupción, también habló de fijar la prohibición de las famosas puertas giratorias. «Nosotros decimos a la Constitución con la prohibición de las puertas giratorias, y así se te quita el problema, Pedro Sánchez», apuró sugiriendo a su contendiente socialista lo que considera la única forma de acabar con el trasvase interesado de expolíticos a la empresa privada. Prosiguió su discurso en su habitual literalidad aplastante y señaló también al PP como uno de los máximos referentes de la corrupción. «Ellos son los verdaderos antisistema», dijo. Para los que ven en la corrupción un simple reflejo de la sociedad, quiso romper con esa dimensión cercana del pensamiento: «Los fontaneros, los taxistas, los trabajadores de mi país no son corruptos». Insistió, a sabiendas de una hipotética banalización de la política, en que «en esta campaña nadie habla de la corrupción ni de los problemas de los españoles». Con la mirada puesta en futuros escenarios postelectorales, Iglesias hizo referencia a la puesta en marcha de un plan que se estaría urdiendo entre PP y Ciudadanos, para que la número dos del actual Ejecutivo, Soraya Sáenz de Santamaría, sea investida como presidenta del Gobierno en lo que calificó como «operación menina». La intervención de Pablo Iglesias fue completada por Victoria Rosell, que fue presentada por Iglesias como su futura ministra de Justicia, en el caso de que consiguiera entrar en La Moncloa. Rosell trazó un discurso para poner sobre la mesa las dificultades de los jueces para investigar los casos de corrupción y pidió que la Constitución «asegure la independencia de la Justicia porque una democracia es más fuerte con jueces y fiscales independientes», aseguró. Puso la acusación en la última reforma de la Ley de Enjuiciamiento criminal, a punto de entrar en vigor y denominada como ley Berlusconi por jueces y fiscales. «Este gobierno está atando de pies y manos a los jueces», sentenció. El cielo se asalta, quedó claro al final, con una reforma de la Constitución.