obre un 30 % de indecisos decidirá hoy quién gana las elecciones, lo que no deja de resultar una contradicción entre los términos. Un indeciso decidiendo es algo así como un calvo que diseña peines o un vegetariano dedicado a la cría de terneras. También pudiera ocurrir que los consultados en los sondeos no fuesen indecisos, sino gente discreta. Probablemente muchos de ellos sepan lo que van a votar —y sobre todo, lo que no— pero aun así prefieren no contárselo a los entrevistadores. Estos últimos son, como se sabe, unos chismosos que luego van propagando por ahí las opiniones que la gente les ha confiado en la intimidad de la encuesta.

Los sondeos de opinión son un problema. Igualmente reservados, los británicos acaban de perpetrar un monumental engaño a las empresas de demoscopia. Les hicieron creer que dudaban entre conservadores y laboristas hasta el extremo de situar a estos dos bandos en empate técnico; pero luego se supo que ya habían decidido darles la mayoría absoluta a Cameron. No es que los encuestados mintiesen. Simplemente, se lo callaban.

Lo mismo podría suceder —o no— en España. La diferencia es que los sondeos arrojan aquí resultados mucho más volátiles y caprichosos, como acaso corresponda al carácter latino del país. Volubles por naturaleza, los españoles encuestados inclinaban sus preferencias hacia Podemos hace apenas cinco meses, cuando el partido de Pablo Iglesias se situó como el más votado en el Parlamento virtual de los sondeos. Luego parecieron mudar de opinión hasta devolverle la primacía a los conservadores y el segundo puesto a los socialdemócratas; pero eso fue quince días atrás. Quizá hayan vuelto a cambiar de idea desde entonces.

Podría suceder que vacilasen a la hora de elegir como que le estén vacilando —es decir: tomándole el pelo— a sus encuestadores. Aboga a favor de esta última hipótesis la existencia del llamado voto oculto o vergonzante, que consiste como su propio nombre indica en esconder bajo el rubro de no sabe/no contesta lo que el elector ya ha decidido votar. Las razones de tal actitud son evidentes. No resulta de buen tono decir que uno va a entregar su papeleta al partido que le recortó el sueldo y le subió los impuestos o, en general, a aquellos que tienen un índice de corrupción más alto. Igual sucede que muchos de quienes dicen estar indecisos sean en realidad electores inconfesos de los que votan con una pinza en la nariz. No queda otra que esperar a que los indecisos se destapen para saber si lo hacen, o no, al modo británico.