Hablar, de Joaquín Oristrell, fue la encargada de inaugurar ayer la nueva edición del Festival de Málaga Cine Español y su sección a concurso, una cinta con espíritu social, que retrata problemas actuales y que fue rodada en un plano secuencia de 75 minutos.

Dice que esta película es un ejercicio de estilo, pero también es un retrato social. ¿De qué parte se siente más satisfecho?

Me gustaría lo ideal: que el retrato social y el ejercicio de estilo estuvieran lo suficientemente bien imbricados para que nada fuera gratuito.

¿No acabó desquiciado teniendo que coordinar a cuarenta actores en el mismo plano?

Hubo momentos duros. Muy duros. Mientras llegaban o no llegaban las propuestas de los actores, yo me puse con Google Maps; tracé el recorrido y señalé qué iba a pasar en cada punto. Y sobre eso empecé a cocinar la película. El guión cambió constantemente hasta el último momento: fue un trabajo de coronel del ejército. Pero soy muy organizado y estructurado. Y hago muy bien los deberes, aunque tuve mucha ayuda. No sufrí la experiencia. Además, pasó una cosa mágica. Pensábamos que no seríamos capaces de hacerlo, pero después del ensayo general nos dimos cuenta de que sí. Que llegábamos.

Y necesitó cuatro tomas.

Efectivamente.

¿No hay trampa alguna?

Ninguna. Lo juro. Me hubiera encantado quedarme con la tercera toma, que la rodamos en hora bruja y era algo más bonita porque empezábamos de día y acabábamos de noche. Y estuve dudando mucho entre la tercera y la cuarta. Pero no, no hay trampas. Hay una única licencia: Goya Toledo no podía estar en el rodaje y sale en una televisión. Y claro, su plano está rodado antes, pero se ve en el mismo plano secuencia de la película.

Aparece en Hablar una España bastante triste. Nada que ver con el país de Sin vergüenza, cinta con la que ganó el Festival de Málaga en 2001. ¿Qué nos ha pasado?

Aquella era una España más optimista. Creo que ahora vivimos en un país perplejo. Aunque creo que no es sólo España, ocurre en toda Europa. Hay una gran perplejidad, como cuando se caen los mitos. Y no puedes confiar en nada, ni en tu banco ni en el ministro. ¿Y qué queda de todo eso? Como ocurre en la película, nos queda la palabra como lucha o el suicidio, que es no volver a hablar.

Hay quien sostiene que el poder no se consigue hablando sino a la fuerza...

Por mucho poder que se tome a la fuerza, siempre después viene la palabra a denunciar al poder. Tanto a los periodistas como a los cineastas, como a los teatreros..., lo que nos queda es la palabra. Y con las palabras se consiguen muchísimas cosas, para bien y para mal.

¿Se habló mientras preparaban la película sobre el guiño a Podemos?

Cuando rodamos, Podemos apuntaba maneras, pero no tanto como ahora. Nuestro interés se centraba en la historia de las mujeres de la limpieza, en la que ellas dan gracias por el trabajo que tienen. Y me gustaba mucho la imagen de dos obreras que acaban rompiendo un cartel de Podemos. Era una anécdota que ha ido creciendo a medida que ha crecido la importancia del partido. Pero ni mucho menos queríamos hacer un panfleto a favor ni en contra de ellos. Es también reflejo de la España que somos: que igual que un día construimos Podemos nos lo queremos cargar al día siguiente. Somos muy constructivos y muy destructivos. Somos un pueblo especial.

¿Cómo es posible que el cine español viva su mejor momento en el peor de los escenarios económicos posibles?

En España hay un cine industrial que funciona cuando cuenta con un apoyo mediático importante. Luego hay un cine que se defiende solo por su calidad, como La isla mínima, que no tuvo un apoyo mediático tan grande como Ocho apellidos vascos. Y después está ese cine de películas pequeñas. El éxito del cine español es calidad y apoyo. Y eso funciona. Hay cantidad de películas buenas que se quedan en nada porque no cuentan con ese apoyo, como ha ocurrido con Magical girl. No es un problema de que guste o no; el problema es que la gente no se entera.