No hay mucho que reprochar a una película tan meliflua como 'La deuda'. Se sitúa en tal punto de corrección, y hace todo lo posible para no abandonarlo, y resulta tan transparente en sus obvias elucubraciones sobre el capitalismo y sus secuelas humanas que el espectador no puede siquiera reaccionar con algo parecido a una emoción. El director y guionista, Barney Elliot, juega sobre seguro en una cosa bien intencionada que no comete más pecado que el de no equivocarse. Para cuando en el tramo final, al realizador le entran las ínfulas de Michael Mann -ya conocen su fórmula: música new age, primerísimo plano ultraestetizante de una persona en un dilema intenso-, el bostezo condescendiente conduce a una sonrisa de leve mala leche.