Dentro de los géneros cinematográficos se esconden pequeñas derivaciones. Estamos hablando de las películas corales, esa herramienta narrativa generalmente compuesta por el drama y el cine social. Una expresión artística que bien hecha puede calarse a través de la empatía de lo cotidiano a un espectador mayoritario.

La voz del silencio resulta ser una película coral, un drama transeúnte entre personajes que lo están pasando mal y otros que están pasándolo aún peor. La vida de un portero, estudiante y cocinero, una bailarina con una madre corroída por la culpa, un depravado sexual y una joven madre a punto de perderlo todo. Este ramillete de tramas puede plasmar a simple vista la verdadera naturaleza de una clase social brasileña consumida por el olvido y alejada de los elementos representativos de la sociedad carioca. Una historia que podría haber sido interesante si no estuviera contaminada por un tempo lento, fatigoso, poco artístico. En ocasiones, La voz del silencio parece un documental sin pretenderlo, sus planos largos llenos de vacíos no logran la composición dramática que de ellos se espera.

Su director, André Ristum, requiere a un espectador contemplativo y misericordioso con su tempo narrativo por el que transmitir el legado emocional de su película. Nada nuevo bajo el sol. Una bailarina agoniza en una cama después de haberse desmayado mientras ensayaba y en el hospital su cuerpo, como si percibiera todo lo que ocurre alrededor, decide lo inevitable. Quizás ésa sea la definición más exacta de A voz do silencio: una lenta coreografía llena de agonía.