En una escena de 'Yo, mi mujer y mi mujer muerta' al protagonista de la historia, un arquitecto que viaja a Marbella para cumplir con la última voluntad de su mujer, le comentan que seguro que como diseñador de edificios estaría encantado de disfrutar de la vista de los los "casoplones" de la zona. "Tienen más que ver con la repostería que con la arquitectura", asevera el hombre. Curioso que Santi Amodeo sea tan consciente de algo así cuando en su película cae irremediablemente en el cartón piedra cinematográfico.

'Yo, mi mujer y mi mujer muerta' tiene mucho que ver con algunas celebradas películas de Alexander Payne ('Nebraska' o 'Los descendientes', especialmente): dramedias de descubrimiento personal o familiar a través de un viaje físico y sentimental; no son títulos que me entusiasmen desde luego pero si a Payne le reconozco algo es su habilidad para que los puntos muertos de sus historias no se conviertan en agujeros negros, en huecos por los que el espectador se desliza hacia el desinterés absoluto por lo filmado.

Amodeo ensaya una fórmula algo similar pero pierde el control de todo: no acierta en encontrar el tono equilibrado entre la comedia crepuscular, el humor negro y el drama, no hay chispa, vida o algo parecido a ella en lo que se cuenta, no es capaz de dibujar unos personajes coherentes (especialmente sangrante en lo relativo a los encarnados por Carlos Areces e Ingrid-García Jonsson: ¿quiénes son, a qué se dedican? Encima los deja tirados por ahí, sin saber cómo terminan sus peripecias. Y si a su creador no le importan sus personajes, imagínese lo que me preocupa a mí, un simple espectador). Lo que nos entrega es una película que repta aburrida y plana hacia su conclusión.

Lo que nos entrega Santi Amodeo es, más que una película, sólo la fachada de una película (y tampoco levantada con excesivo oficio), algo casi de mentira, postizo, vacío y aburrido que repta lento y plano hacia su inevitable conclusión. El cascarón de algo, con luces y colores. Como los «casoplones» de Marbella.