En la novela de Gabriel García Márquez Cien años de soledad se podía leer: «Uno no es de ninguna parte mientras no tenga un muerto bajo la tierra».

Hay algo perdurable e inmanente en el meollo de este viaje a todas partes que nos propone Rubén Mendoza, que discurre al margen de un envoltorio de simple entendimiento de la figura de la mujer en algunas partes del mundo, de la reflexión sobre el dolor, y el calibrado emocional de la perdida y que va mucho más allá de los recursos narrativos poéticos, todos a favor de obra, de los que vemos en pantalla. Hay algo más.

Niña errante reúne a cuatro hermanastras que, tras la muerte del padre que tienen en común, deciden viajar desde Cali hasta Magangué y pasando por Mompox con la intención de acompañar a Ángela, apenas una adolescente, a su lugar de destino.

El espectador que vaya a ver Niña errante debe ser avisado de estar a punto de presenciar un poema visual con altos grados de complejidad y estilismo. Es conveniente recordarlo para disfrutar mejor las claves y el fulgor narrativo poético con los que Niña errante se hace espléndida. Ruben Mendoza y su plantel de actrices nos muestran una historia de mujeres en pleno afán de descubrimiento personal mientras sopesan las inclemencias de un presente abrupto que las convierte en víctimas, guerreras y seres dotados de una sensibilidad suficiente para entender el lugar ocupan en su mundo.