Quien haya tenido el privilegio de demorarse en Estambul habrá encontrado tiempo para recorrer con calma el Bósforo y, con probabilidad, se habrá abismado en la contemplación de los yali. Los yali, le habrán explicado, son las más de 600 mansiones, algunas inabarcables palacios, erguidas a orillas del Estrecho. Pues bien, uno de esos yali es el referente al que alude Las sombras del palacio, título de una breve y rotunda novela de la turca Suat Dervis (1903-1972), notable narradora y combativa periodista apenas conocida en España pese a su intensa actividad como feminista y a ser una cumbre de la literatura turca del siglo XX.

Las sombras del palacio, escrita en francés, fue publicada por Dervis en 1958, durante la década de exilio a la que, desde 1953, la abocó el acoso que le prodigaron las autoridades de Ankara por su incisiva e infatigable defensa de los derechos de las mujeres y los desfavorecidos.

La novela es ya una obra de madurez, tan admirable por su profunda concisión como por la tenue bruma que desprende. En sus páginas el género y la clase siguen marcando el tono, aunque lo harán de un modo peculiar. En efecto, uno de los cuatro protagonistas de esta novela de doble núcleo es el yali, una ruina arquitectónica cuya progresiva decadencia, hasta pudrir-se como abandonado almacén de tabaco, es un acabado símbolo del hundimiento y mutación de la antigua clase dirigente imperial tras el advenimiento de la república. Entre sus paredes, cada vez más vacías, irá creciendo Celile, nieta del fallecido pachá que fue tiránico brazo derecho del antepenúltimo de los sultanes y educada por su abuela en el silencio. Ya adulta, y sumida en un enigmático mutismo que salpica de vagos asertos tomados como aquiescencias por los hombres, Celile arrebatará y desconcertará a los dos varones, marido y amante, que acompañarán con seguro y distante parloteo la parte de su vida que la novela recoge en presente.

Uno de los núcleos de la narración se aloja en esa actitud de mujer silente que actúa mientras calla, conocida del lector sólo a través de la euforia y el desconcierto de los dos hombres de cuyo dinero y palabras depende para subsistir. El segundo núcleo, entremezclado con el primero, recorre en el pasado el palacio de largos pasillos en los que hasta los murciélagos se pierden.