¿Espiar o ser espiado? ¿Dónde está el límite de la intimidad? ¿Mirar hacia dentro de otro es un acto de violencia? ¿Skype, whatsapp, instagram, son territorios de otra realidad en la que sucede lo que somos? ¿Son, al contrario, el universo orwelliano donde aireamos nuestros monstruos, la naturalidad escondida de aquello a lo que no nos atrevemos? ¿Hay que enfrentar la zona de confort al desafío de las situaciones extremas o podemos ser conscientes de nosotros mismos sin romper el espejo en el que proyectamos nuestra ficción confortable? Cuánta pregunta sobre el tablero de un juego existencialista que bajo su apariencia no lo es, y en el que las piezas son peluches de conejo, de topos, de dragones y de cuervos con tres ruedines que no se ven pero se mueven, y con un corazón tecnológico que es necesario recargar. No son un juguete para la escritora argentina Samanta Schweblin que los ha ideado, no como una evolución del tamagochi, sino como una metáfora inquietante del voyeurismo de ida y vuelta que transita alrededor de la vida de otras criaturas de carne, hueso y vacíos que adquieren los kentukis para el uso cotidiano de sus comunicaciones sensoriales, de una intimidad con la que establecer enigmáticas relaciones en la red. Porque usted lo compra y lo acciona pero es otro, del que desconoce su identidad, quien manejará los mandos.

Es decir, las conexiones dependen del invisible vínculo que se establece entre esta especie de aleph borgiano articulado y aquel que lo utiliza -no sabemos bien del todo hasta qué punto- con nosotros. Es lo que experimentarán en la novela Kentukis de Samanta Schweblin las jóvenes Robin, Katia y Amy en South Bend, decididas a la travesura de chantajear a una compañera cuando es su kentuki el que las sorprende. O Emilia, aislada en Perú y que cree que el artefacto es cosa de su hijo hiperconectado desde Hong Kong o un dron con el que su esposo la hubiese espiado en otro tiempo. Igual que Alina y Sven en México; en Antigua Mavin y Enzo en Italia además de otros dueños/víctimas en Tel Aviv, Vancouver, Mendoza y Barcelona entre otros lugares a los que acceder por control remoto. Cada uno de sus protagonistas son propietarios en mando de este mecanismo mascota que procura una complicidad de secretos y el poder de la mirada deslizándose entre la sumisión del dueño, y la rebeldía del pequeño robot capaz de transgredir las reglas de su código de funcionamiento y extorsionar a sus amos.

Con esta chisme del diablo, Samanta Schweblin aborda los sueños fantasmagóricos, la deshumanizada vida cotidiana, el erotismo, la fragilidad de las ilusiones, y la modernidad que no ha dado respuestas al abismo de la soledad, de la incomunicación, el narcisismo y las relaciones humanas dependientes por igual de la invisibilidad como de la sobre exposición en las redes sociales. Temas de esta inquietante y seductora novela, sello de la mirada y de la escritura también, de esta excelente narradora que nos despierta siempre la reflexión desde la exploración de los miedos, del sentimiento de fracaso, y de las vidas ajenas que en las que se reflejan las nuestras. Y lo hace, sea en cuentos o en novelas, con ecos que se entrecruzan entre sus obras, como sucede en esta con su libro Pájaros en la boca y con la serie televisiva Black Mirror, para escarbar en la realidad a la que siempre le hace aflorar un extrañamiento o una distopía que nos propone problemas humanos vinculados a las emociones y a los límites morales a los que se enfrentan como en esta historia sobre los ángulos muertos de la intimidad, las conexiones entre las nuestras y la tecnología que augura nuevas maneras de vivir el sexo, de ser otros, de vigilar y ser vigilado.

No es el Gran Hermano de Orwell pero si su inquietante y presente. Ojo! No se fíen de su mascota.