«Me gustaría escribir una hermosa oración», escribe la joven Flannery O'Connor al inicio de su diario profundamente espiritual, recientemente descubierto, un diario escrito entre 1946 y 1947, mientras O'Connor era una estudiante, lejos de su hogar en la universidad de Iowa y que muestra su enorme fe religiosa, una fe feroz y lúcida, su ironía y su obsesión por escribir bien.

Diario de oración contiene, junto con una transcripción ligeramente corregida, un facsímil del cuaderno de Sterling en el que Flannery O'Connor, de solo 20 años, comenzó una correspondencia dirigida a Dios. Escrito de su propia mano con una caligrafía pulcra y clara.

Se trata de un documento que, si bien puede resultar un poco naíf o hasta mojigato en ciertas partes, es de enorme interés y ayuda a descubrir el rostro más sincero e íntimo de esta autora. Primero, porque en él palpita el germen de su escritura, y segundo, porque nos permite acercarnos a los comienzos, las obsesiones, las manías y toda la energía creadora en bruto de una escritora que es hoy uno de los grandes mitos literarios de EEUU, una voz imprescindible en la literatura del siglo XX.

Pero la joven de apenas 20 años que escribe en el diario no sabe aún nada de esto. Lo que sabe es que quiere tener éxito como artista, pero está llena de dudas, que ella desvía al afirmar que preferiría el «éxito social» al logro literario, aunque eso parece una búsqueda aún más compleja. Sin embargo, ella es igualmente escéptica de sus habilidades intelectuales y de escritura. Por eso escribía: «por favor querido Dios me doy cuenta de que no sé lo que hago. Por favor ayúdame, querido Dios, a ser una buena escritora y a que me acepten algo más»; y luego, con su sutil ironía, añadía: «dame la gracia que necesito, Señor, y por favor no permitas que sea tan difícil de conseguir como en Kafka». Su fe, entonces, era ya sólida y se postulaba para que sus escritos sirvieran de vehículo a los principios cristianos: «Por favor, querido Dios, permite que los principios cristianos permeen mis obras y, que estas se publiquen para que los principios cristianos permeen en los lectores». Su vocación religiosa se entiende leyendo su diario, pero ella ha sido siempre muy clara sobre una cosa: no quería ser monja, no quería entrar en un convento, sino estar fuera, en el mundo real, con todas sus dificultades.

Se estaba preparando para ello. O'Connor era una lectora constante de Santo Tomás de Aquino, pero también de los padres de la Iglesia, del cardenal Newman, de Romano Guardini, y de los grandes novelistas católicos de fines del siglo XIX y buena parte del XX: Bloy, Bernanos y Mauriac en Francia, y Waugh, Greene y Muriel Spark en Gran Bretaña. Ello le permitía incluso adentrarse en su diario con reflexiones de calado filosófico: «No puede ser ateo quien no lo sepa todo. Solo Dios es ateo. El diablo es el mayor creyente y tiene sus razones», escribía el 2 de enero 1947.

Con apenas 25 años le detectaron lupus, una dolencia que ataca al sistema inmunológico, que se vuelve contra los propios tejidos del cuerpo y acaba con la vida del paciente. O'Connor demostró una actitud singularmente estoica ante la enfermedad, que en su correspondencia personal comentaba a menudo humorísticamente: si esta constituyó una fuente de infortunio, también fue un excelente acicate a la escritura, ya que la autora fue excepcionalmente prolífica dadas sus circunstancias personales. Fue durante su enfermedad cuando escribió sus mejores obras, y las más famosas.

Con la enfermedad ya expuesta, O'Connor se retiró hasta su muerte, en 1964, a la edad de treinta y nueve, a Milledgeville, en la granja Andalucía, una finca lechera que la madre había heredado. Allí crió pavos reales y dirigió un grupo de lectura de teología y literatura. También escribió su segunda gran novela, Los violentos lo arrebatan, y sus mejores cuentos.

El enorme sufrimiento la acercó aún más a Dios, porque ella le ofreció por completo su enfermedad. Por eso parece increíble, pero es también asombroso el éxito que tuvieron estas oraciones.

A medida que su maestría literaria se profundizó, se volvió más capaz de definir su fe. En una carta a una de sus amigas le decía: Soy una católica peculiarmente poseedora de la conciencia moderna, lo que Jung describe como no histórico, solitario y culpable. Poseer esto dentro de la Iglesia es llevar una carga, la carga necesaria para el católico consciente».

Ese catolicismo consciente, de misa y comunión diaria, no han impedido, más bien al contrario, que Flannery O'Connor desplegara una gran fascinación, literaria y de otro tipo. Sus historias son maravillosas y oscuras, también, sardónicas y siempre trascendentes, a pesar de reflejar una implacable desolación. En el centro de su narrativa está siempre la búsqueda de Dios y de lo eterno, pero nunca de manera explícita sino por el camino retorcido de la imperfección humana.