A las siete de la mañana la muerte nunca madruga su mirada a los ojos. Deja que sea el miedo infeliz de un soldado, la bala afilada que no sabe si saldrá de su disparo o del compañero convencido en su lealtad de verdugo. Ellos serán los que verán por última vez la dignidad, el coraje, la soledad y el vacío de otro joven a punto de ser fusilado. Ser desertor de una batalla no tiene redención. Menos aún si el combate que se dejó atrás fue el del Somme, en cuyos campos húmedos y de eterna niebla fantasma murieron 600.000 jóvenes ingleses, franceses y alemanes entre 20 y 30 años, y hubo 1,2 millones de heridos. Toda una generación perdida en las alambradas y las trincheras en las que circulaban ratas hambrientas, poemas de soldados de profunda lírica romántica. Versos para evadirse del terror, conjurar las bayonetas del destino y soñare pájaro una vez que el humo se disipase del rumor de la muerte con los ojos bocarriba. Hubo otros que también murieron, pero no fue en aquel campo francés que hoy alberga 155 cementerios y una atmósfera que se pega a los ojos como un fantasma que gime y duele. Uno tiene nombre. Real como su historia. Albert Ingham, inglés, 24 años y un amigo al lado: Alfred Longshaw de 21. Alistados ambos en los batallones de camaradas. Cinco meses de guerra es un suspiro, y también un peso angustioso al que no se quiere volver. Es mejor darle la espalda, huir rumbo al Canal de La Mancha. El primero es el protagonista del destino, cien años más tarde, de otro hombre de edad más madura que igualmente abandona su campo de batalla cotidiano y se marcha en busca de una tumba, allí donde el sol nunca entra, y si lo hace es tan sólo como una lágrima de luz desvencijada, sucia, sin apenas esperanza. Esta es la esencia, el eje, de una conmovedora novela, Los desertores, de Joaquín Berges que narra con una escritura contenida, triste, documental, llena de adjetivos y verbos que son cicatrices, y alrededor de dos sujetos que han perdido siempre.

Jota es un abogado marcado por su padre un desertor de la familia, el tercero de esta historia que reabre el pasado y nos cuenta sobre la vida. J, de Jacinto, el hombre que le dejó al hijo la soledad de su fuga, su existencia al otro lado de la familia con la mujer que los cuidó de niños, y también un cuaderno que contiene la caligrafía copiada de las cartas que el joven soldado Albert le escribía a su padre. Nunca se sabe cuando una epístola de otro es un mapa, cuando una herencia es la ruta en busca del destino que no se sabe, el encuentro a través del tiempo de dos hombres con dudas, equivocaciones, sueños, el deseo de vivir aquello que se nos niega. La paz y el tiempo por delante de un soldado. El amor de una mujer con la que reinventarse en el caso del primer J, y ese mismo amor con Rosa, la cuñada, sin engaños a la esposa y a la hija enferma. Los tres hombres, que un día dejan de mirar de frente y le vuelven la espalda al deber. Albert, J. padre, Jota hijo, prisioneros todos, cada cual de sus vacíos, de sus decisiones, de sus propias batallas, del silencio, de las diferentes maneras de los afectos y de los vínculos, de cómo son las relaciones entre padres e hijos, también de aquello que define el corazón y la actitud entre hermanos. Y están las mujeres con su voz de realidad en las que se miran: Carol, Magda, Rosa, María, a acuestas cada una con las sombras que persiguen en ellos, y con las que ellos soportan alrededor de sus cobardías, de sus dependencias. Y también Geike, la camionera Belga que transporta kiwis y acogerá en la frontera a Jota en su viaja al cementerio de Bailleulmont, donde la tumba de Albert y su enigmático epitafio terminarán resolviendo la intriga de la historia. Una novela cruda, sentimental, tensa y poética a la vez en su trama y en la atmósfera de su lenguaje, ante la que no cerrar los ojos.