Care Santos convierte en protagonista de Todo el bien y todo el mal a una mujer de 48 años que lo tiene todo. Un buen trabajo, una situación económica desahogada, un hijo casi mayor de edad y un marido que la adora. También tiene un amante, una de esas asignaturas que quedó pendiente. Para ella es lo mismo que el gimnasio o que las lecciones de piano: algo con que llenar el tiempo. Un tiempo que, como a todos, se le escapa. Esta mujer se llama Reina. Mientras se encuentra por motivos de trabajo en un país extranjero, ocurren dos cosas terribles: el intento de suicidio de su hijo, a miles de kilómetros de distancia, y una tormenta siberiana de las peores que se recuerdan en Europa. Ambas cosas combinadas serán la medida de la vulnerabilidad y la fragilidad de una mujer que se creía a salvo de todo y -peor- dueña de su vida.

En solo unas horas tendrá que preguntarse por la validez de todo aquello en lo que creía. Una historia sobre la maternidad: «Sorprendida, desinformada, siempre asustadiza. Es un asunto que me rondaba desde hacía tiempo. Sé que también es una novela sobre la adolescencia. No la de manual, sino la menos complaciente. Por algo llevo muchos años escribiendo también para lectores adolescentes. Presumo de conocerles un poco, de haberles observado mucho. Ahora soy también madre de una pequeña cuadrilla de adolescentes. Sé bien que se trata de una época convulsa, de grandes descubrimientos, de grandes cambios. Quienes estamos cerca de ellos nos preguntamos a menudo si sabemos qué está pasando dentro de sus cabezas, de sus corazones. Nuestros hijos son a ratos unos grandes desconocidos, el principio del adulto que habrán de ser. Es decir, un ser con secretos y celoso de ellos, que buscará con quién compartirlos. Y no seremos nosotros, está claro. Esta novela trata también de eso: de lo muy extraños que pueden resultarnos a veces aquellos a quienes más queremos. Y lo muy vulnerables que nos volvemos precisamente por eso».

Fue un amigo editor y también escritor quien «me hizo ver, tras leer el original de la novela, que en ella se hablaba, además, de otras cosas. Asuntos que tal vez ni yo misma había percibido, como suele ocurrir. Uno de los principales es la paternidad como fuerza irracional, el deseo de ser padre a toda costa, a cualquier precio. La dificultad de serlo, elijas el modelo que elijas. Y, por último, la verdad como gran asunto, como gran aspiración, pero también como el pequeño motor de algunas existencias secundarias que aquí terminan por cobrar gran relevancia. Quise que hubiera épica detrás de esta historia de sentimientos. Y, por supuesto, suspense. Todo escritor está obligado a crear suspense, a lograr que sus lectores olviden cualquier cosa que tengan pendiente y se formulen una única, deliciosa pero incómoda pregunta: '¿Qué ocurrirá ahora?'. Es la maldición de Scherezade. La única razón para leer. Espero haber conseguido perpetuar un poco esa maldición, tanto en las tramas secundarias de esta historia como en la principal, tan terriblemente cercana a todos nosotros que cualquier día podría ocurrirnos lo mismo».