Con su peculiar sentido de la paradoja, Flann O’Brien noveló la hambruna de la patata irlandesa entre los años 1845 a 1849, también conocida como el Holocausto irlandés, en La boca pobre, una obra atroz y a la vez hilarante. Pero poco o nada sabíamos de otra epidemia de hambre, la de los años 1866 a 1868, considerada la última gran hambruna sucedida en Europa, y que asoló las tierras de Finlandia acabando con la vida de una décima parte de su población. Aki Ollikainen recoge este episodio de la historia de su país en la breve pero intensa El año del hambre, obra en la que, como sucedía con la de O’Brien, abunda el horror, aunque no haya lugar para la risa. La epopeya de una familia campesina asediada por la pobreza extrema y la falta de recursos es el punto de partida del que Ollikainen se sirve para componer un texto en torno al miedo, la supervivencia y la solidaridad. La historia de una pequeña comunidad de sangre (un padre, una madre, una hija y un hijo) se suma a la de tres servidores públicos (un senador, su ayudante y un médico) para dibujar el drama de un país al que el hambre golpeó falto de infraestructuras, aislado de Rusia y de la modernidad, cautivo de un fallido ciclo agrario y sometido a una climatología extrema. Cuando esta tormenta perfecta estalló sobre la cabeza de los finlandeses, su mundo se desplomó. Ollikainen emplea diapasones distintos en su música. Cuando habla de los pobres, las páginas dedicadas a los fugitivos del hambre son de una belleza punzante, la partitura es una larga y profunda herida; cuando habla de los pudientes, las páginas dedicadas a los gestores del drama son introspectivas y morosas, la armonía se remansa en los lamentos propios de una música de cámara. El timbre es en ambos casos dramático, pero la melodía bajo techo posee acentos distintos a los del paisaje desnudo. Así, la peripecia de la familia que escapa del hambre a través de un mundo blanco y hostil es asombrosa. Hay escenas memorables en esa fuga helada: el adiós al padre, la muerte de la hija, la violación de la madre. Pero especial mérito poseen los sueños de los asediados. Se dice que cuando un autor introduce un sueño en su obra es seguro que habrá perdido un lector. Ello no sucede en El año del hambre. Al contrario. Los sueños causados por el agotamiento, el vacío y la anemia de los hambrientos no sólo atesoran una potencia visual siempre inquietante, sino que revelan lo que la fatalidad le roba a los vencidos, su historia truncada. Se esconden aquí las mejores páginas de un libro lastrado por un final demasiado redondo y previsible, bienintencionado, pero que se impone como un relato escrito con talento y equilibrio, una obra donde la prosa se esmera en vislumbrar la terrible exigencia del infierno en la tierra. Un infierno frío, blanco y sin dioses.