El 29 de septiembre de 1891, el obituario del New York Times se hacía eco de la muerte en su domicilio del 104 de la Calle 36 Este, a los 72 años de edad, del novelista Herman Melville, autor, entre otras obras, de Mobie Dick. La errata del periódico de periódicos es instructiva. Aunque desde la óptica que regala el tiempo parezca increíble, lo cierto es que, en vida, Melville no fue un autor demasiado valorado, y su texto cumbre, en la hora del adiós, pudo merecer una transcripción sospechosa en manos del redactor de turno.

La Tierra ha girado en torno a su eje unas cuantas veces desde aquel día de 1891, y es de suponer que incluso los niños caligrafían hoy sin error el nombre del animal más famoso que la historia de la novela ha apadrinado, pero conviene apuntar esta pequeña infamia para valorar en su justa medida las luces y sombras del transcurrir literario, sobre todo en lo que atañe al prestigio, siempre tan escurridizo y caprichoso.

Paradójicamente fue un escritor inglés, D. H. Lawrence, quien sustanció la esencia del alma americana en cuatro adjetivos: dura, solitaria, estoica y asesina. Imposible fatigar semejante diagnóstico sin que acuda al recuerdo el capitán Ahab, presencia absorbente en Moby Dick, la mayor obra literaria que Estados Unidos produjo durante el siglo XIX y uno de los ochomiles de la ficción de cualquier época. Un Ahab al que acompaña el Océano, paisaje físico pero sobre todo ético, que circunda al héroe abyecto y a la vez sublime, implacable en su poder de fascinación y en su obstinación fáustica, solar y vengativo, voluntad suicida que encarnó como nadie antes y como muy pocos después el espíritu atormentado e indomable que habría de forjar la grandeza de una nación.

El próximo 1 de agosto se cumplen doscientos años del nacimiento del padre de ese titán de la voluntad que fue Ahab y de su némesis imperecedera, la Ballena Blanca. Alianza Editorial conmemora la efeméride con una tan bella como austera edición en tela de Moby Dick, un libro sin el cual es imposible comprender de qué hablamos cuando hablamos de modernidad en literatura. Tras surcar los mares del planeta entre 1839 y 1844, Melville regresó al encierro de una vida en tierra con sus penurias físicas y espirituales, aspectos que cifraría en otra pieza maestra, la desoladora Bartleby el escribiente. Pero antes de ese fragmento hipnótico, publicó Moby Dick en 1851, cuando contaba 32 años. Lo que significa que, a la edad en que la mayoría de novelistas están empezando a perder sus dientes de leche, Melville le pegó un mordisco gigantesco a la historia de la literatura para alumbrar un libro abrumador y alucinado.

Si existe una novela sobre la fatalidad, idea que recorría ya como un calambre y vertebraba el discurso del teatro griego, esa novela es Moby Dick. Ahab, el Pequod, el leviatán blanco, la vastedad océanica e Ismael, uno de los narradores más irresistibles concebidos por escritor alguno, componen una armadura sacada de la fragua filosófica. El hado cantado en los ciclos de la Orestiada y las catarsis edípicas, los prodigios de un azar de raíz atomista, la relación del hombre con un espacio al cual absorbe como conciencia pero que lo devora como cuerpo, la tesis de un tiempo cíclico heredada del Timeo, la evidencia de la Naturaleza como fuerza ciega e ignorante a la voluntad humana, el conflicto entre pasiones y razón, la idea de Spinoza que define la libertad como aceptación de la necesidad, la convicción expresada por Nietzsche de que el amor fati es la única pedagogía sensata... En definitiva, las viejas metáforas con las que, una y otra vez, el pensamiento ha intentado apoderarse del mundo. Todo esto y mucho más reposa en el vientre de esta novela infinita, que supone en sí misma la constatación de una filosofía de la escritura, la misma que anuncia: «Aunque el mundo es inagotable, aunque el mundo no se puede escribir, debes intentarlo, porque sólo así podrás aspirar a conocerlo». O como apunta Melville en una de las páginas más bellas que adornan Moby Dick: «Champollion descifró los rugosos y graníticos jeroglíficos. Pero no hay Champollion alguno capaz de descifrar el Egipto de cada hombre ni de cada rostro humano. La fisonomía, como cualquier otra ciencia, no es sino una fábula pasajera. Y decid, si el propio William Jones, que era capaz de leer en treinta lenguas, no podía leer en la cara del más sencillo campesino su profunda y más sutil significación, ¿como puede el iletrado Ismael albergar la pretensión de leer el espantoso caldeo escrito en la frente de la ballena espermática? Me limito a colocar ante vosotros esa frente. Leedla vosotros, si podéis».

Moby Dick es voraz como las aguas que surca. En ese hecho reside, en buena medida, su actualidad. Como si Melville hubiera sido consciente de que la novela, como género, es un caníbal que todo lo devora y metaboliza. Al tomar conciencia de esta peculiaridad, pudo volcar en su empeño cuanto quiso: opiniones personales y literatura científica, cetología y demonología, sabiduría salomónica y cotilleos de taberna. Pudo ser en sus páginas retrógrado y anarquista, etnocéntrico y multiculturalista, sublime y banal. Se permitió licencias intolerables para la academia (como hacer que, en una novela que arranca en primerísima persona, el narrador se vuelva de pronto omnisciente) y exprimió hasta el tuétano las posibilidades de su arte, combinando la farsa con el drama, el discurso interior con la objetividad estricta, la hipérbole con la más desnuda contención. Logró así arrancar a ese mármol informe que es la materia bruta de la que está hecha la vida un puñado de esclavos literarios que son ya parte indeleble de la familia universal de las letras. Pues no sólo Ahab e Ismael son memorables. Lo son Starbuck, Stubb y Flask, los oficiales del ballenero; lo son Queequeg, Tashtego, Daggoo y Fedallah, los arponeros del barco; lo es Pip, un bellísimo preludio a los negros inocentes y trágicos de Faulkner. Al novelar la caza de un monstruo, Melville creó su propio monstruo narrativo, uno de los poquísimos libros irrenunciables para entender en qué consiste el oficio de escribir, una gozosa anomalía que dialoga con Homero y Shakespeare, la Biblia y Cuvier, el Viejo y el Nuevo Mundo, y por supuesto siempre, en cada una de sus líneas, con ese mar que nada ni nadie agotan, con ese mar irrepresentable, con ese mar que es cauterio y condena, con ese mar con sus leviatanes atroces, sus capitanes intrépidos y su mensaje a menudo intolerable acerca de la insignificancia humana. Y es que hay muchos libros en el mundo, pero sólo uno que se llama Moby Dick. Como escribió el evangelista Mateo, a quien Melville tan provechosamente leyó: «Quien tenga oídos, oiga».