La ciudad es el verbo del sujeto que la habita. En su espacio, físico y mental, es donde muta el mapa existencial de los que en ella se mueven buscando una salida a sus miedos, a su metamorfosis emocional. Y en ese territorio es donde sucede el lenguaje que los narra frente a los demás, a sus vínculos, sus rupturas, sus vacíos, a los ecos que de otros hay en ellos, la manera con la que se enfrentan a aquello que los oprime y los desconcierta. Estas son las claves de las once islas que forman el archipiélago de La isla de los conejos de Elvira Navarro. Una apuesta por el relato del desasosiego interior, que abre pasadizos entre la realidad en cualquiera de sus aspectos hostiles y el otro que uno tiene dentro, se trate el otro de un grito de rebelión, de una deuda sentimental pendiente, del mundo de sonidos que le susurra al oído otra identidad, de la rivalidad de amistades que se inician a la vida o de la orfandad cuya ausencia genera fantasmas que nos reclaman amistad y una inevitable revisión del pasado del que siempre hemos olvidado un episodio crucial. Así podríamos sintetizar cada uno de los once temas humanos, que son oscuridades, facturas, mensajes visionarios o biografías en corto que traza Elvira Navarro como una equis en su mapa. Cada una de ellas supone una propuesta del terror psicológico agazapado, el que proviene del extrañamiento o contribuye a crearlo, y que es el causante de un desenlace en el que lo importante es la transformación del personaje protagonista, su cambio de sombra, de piel, de mirada y de sentir asombro ante la realidad que se ha ocupado un instante de confrontación, de duda, de incertidumbre, de alarma, y determinación a favor de una liberación. Unas veces es de situaciones, otras de personas, en ocasiones de monstruos, pero todas dejan una cáscara de pasado, el rastro de sangre del futuro al que se muta tras una quiebra de dolor que nunca es físico.

Me recuerdan esta mirada y este territorio, donde lo psicológico, los terrores y lo fantástico, vienen determinados por su invisibilidad y la certeza de su perturbadora existencia, las raíces de los abismos interiores de Poe y con su contemporánea Mariana Enríquez, y sus miedos en el envés de los bolsillos. Es con ella con quién Elvira Navarro presenta mayor similitud, aunque cada una se mantenga en su estilo y en su personal resolución de los enigmas que construyen y con los que abren zozobras en sus lectores. De Navarro me gusta también la fría sequedad de su lenguaje, como un afilado cuchillo que se desliza suave sobre la piel de lo que va narrando y descuartizando sutilmente, igual que si fuese un perfecto bisturí, lo mismo que si la escritora estuviese diseccionando las entrañas de sus criaturas, el tipo de miedo que padecen dentro, lo que sus conductas albergan en el lado oscuro del corazón. O también esos márgenes de la ciudad que van desapareciendo cuando la protagonista de unos de los mejores cuentos la va aprehendiendo con dislexia sin brújula. Y me gusta la normalidad de lo cotidiano y sus gestos: cogerse una cola, entrar desnuda en la ducha, cortar la carne con naturalidad, untarle al pan mermelada de naranja amarga, maquillarse para un abandono; los olores a comida, la manera de echar ceniza en un vaso de plástico. Pequeñas grandezas a las que su escritura les toma el pulso, y cuenta como si estuviese delante nuestra, en una mesa con un café, una libreta y el boli al que le muerde la punta y le afila la atmósferas y las palabras con las que va ir convocando nuestros miedos, la precariedad del trabajo contra el que rebelarse o las manera con la que abandonamos la ilusión de lo que ha durado un instante.

las cartas de gerardo, el cortazariano La isla de los conejos, Paris Périphérie, Una arquitectura del infierno, La habitación de arriba, Memorial son algunas de las mejores piezas con las que Elvira Navarro nos invita a imaginar el fondo del vacío de lo que nos oculta, a mirar en el espejo el escalofrío que hay bajo lo que se disfraza de real.