En las frías aguas del Landwehrkanal, que en Berlín discurre paralelo al Spree, acabaron, hace cien años, cumplidos el 15 de enero, las esperanzas de quienes comenzaban a alimentar una vía de cambio político crítica con la triunfante Revolución rusa y a la vez distante del esclerotizado reformismo socialdemócrata. Rosa Luxemburgo, polaca, judía, fue una teórica política dotada de enorme lucidez y capacidad para desentrañar los acontecimientos, pero a comienzos del siglo pasado ese cometido resultaba casi indisociable del activismo, que la puso en el punto de mira de quienes acabaron con su vida a los 47 años.

En aquel enero de hace cien años, Luxemburgo llevaba pocos meses en libertad, al igual que Karl Liebknecht, con quien colideraba el Movimiento Espartaquista, nombre cargado por la resonancia del esclavo que se alzó contra un imperio, y con quien compartiría final. Fue en los días posteriores a una de las revueltas que siguieron a la caída del káiser Guillermo II como consecuencia de la derrota alemana en la Gran Guerra.

Alemania era un territorio convulsionado por la pugna en torno al modelo de la nueva república, que terminaría siendo la de Weimar, un tiempo en el que conviven una gran explosión cultural con la inestabilidad política y económica, período de gestación de los dramas que marcarían al mundo poco más de una década después. Luxemburgo incomodaba tanto a las fuerzas conservadoras como a los socialdemócratas SPD, una poderosa maquinaria devorada por su propio desarrollo y más empeñada en mantenerse como uno de los pilares políticos del nuevo momento que como una fuerza de cambio. Los freikorps, antiguos soldados desmovilizados, una fuerza paramilitar a las órdenes del nuevo régimen y el embrión de los grupos de choque del nazismo, acabaron con Luxemburgo tras someterla a torturas.

Es probable que cuando la arrojaron al canal todavía no estuviera muerta y su cadáver no se recuperó hasta cinco meses después. «En Alemania, la muerte de Rosa Luxemburgo se convirtió en una línea divisoria entre dos eras y en el punto de no retorno para la izquierda», escribiría Hanna Arendt casi cincuenta años más tarde. Luxemburgo vivió en la encrucijada histórica que trajo el cambio revolucionario pero también en la encrucijada ideológica de quien tras distanciarse de la socialdemocracia por su apoyo a la guerra se resistía a quedar abducida por el estallido ruso.