Narrar en oleaje. Azul suave, azul bravo. La escritura sobre la orilla húmeda en la que la marea desnuda su voz íntima o contra las rocas donde la espuma grita y se quiebra. Así lo hace Manuel Rivas desde el origen de su lenguaje que lleva dentro la sinfonía del mar, el murmullo del viento, la dureza de la Costa da Morte, el vuelo bello de la mariposa. No es extraño por tanto que Rivas se embarque por igual en novelas, en cuentos, en la poesía, en la música, en la oralidad en voz baja con la que habla con su memoria y consigo mismo en las molesquines que, al igual que yo y que otros hacemos, lleva en un bolsillo de sus tres cuartos o del abrigo como una bitácora de miradas, de oídos, de caracolas, de trozos de la realidad naufragada que las mareas de la vida le dejan en sus travesías. De ella las va sacando para pulirlas conforme nos cuenta de libreros, de maestros, de carpinteros, de saxofonistas en la niebla, de marineros o pescadores para los que la valentía es su herramienta de trabajo frente a las exigencias del destino. Igual que Antón Santacruz y Jimmy, que Nemo y Lara que Nel y Camagüey, protagonistas de las tres historias de Vivir sin permiso, libro y relatos en los que sucede Rivas que es como decir sucede su territorio gallego, entre valleinclanesco y el realismo maravilloso de Cunqueiro. Físico y arisco, mental y atmosférico, simbólico y existencialista, albergando como en un relato de taberna, las pequeñas épicas siempre en las que faena despacio la trama y sus personajes, rebeldes, desatornillados, honestos consigo mismos, fronterizos en sus límites morales, solitarios en el fondo y con un corazón que su autor abre a navaja como si fuese una concha. Por cada uno y por todos el lector siente simpatía desde el primer momento en el que se adentra en el Oeste de estas piezas melancólicas, condenadas a la violencia, en las que desobedecer al poder de los capos de la droga, imperio y sangre, es peligroso y a la vez el coraje de existir lo más libre posible como un acto de justicia.

Tiene Vivir sin permiso, dese clima escénico y moral que dibuja Rivas en sus libros entre lo cinematográfico y lo periodístico- ya lo sentenció en un hermoso libro, El periodismo es un cuento-, la crónica de costumbres de un mapa y el peso de lo poético en relámpagos que podrían tatuarse los jóvenes en lugares de no saben que significados étnicos: “Embarcarse hacia el más allá. Fíate, pero mira bien de quién. El monstruo que todos llevamos dentro, alguno lo lleva por fuera. Estoy harto de dar la palabra del mundo. Voy a abrir un camino en el mar Rojo”. Cualquiera de ellas sirve de metáfora sobre el pulso de los antihéroes con nada que perder contra quienes hacen negocio de la droga y víctimas entre los suyos, con los dueños de los códigos políticos y de la ley emborronada, con los que se extorsionan entre sí o pierden memoria de lo que son a cambio de un gesto de afecto que no se pueda comprar.

En El miedo de los erizos, son dos amigos que sobreviven como pueden y que se roban del mar un fardo de cocaína que pone al límite la vida vencida de sus protagonistas, sus sueños y temores, con un desenlace perfecto y poético, casi de balada sobre la que silbar una leyenda. En el segundo, “Vivir sin permiso”, es un traficante con dos familias al que se le va olvidando una palabra y una hora dentro del reloj de su futuro y de sus negocios. Un gánster del capitalismo mágico, y las luchas de poder que se desencadenan cuando el capo está más débil. Lo aprendimos con los nacos de Escobar. Y abrochan los relatos, que enfrentan el delito y el poder de unos frente al sometimiento y la insumisión de otros, el de “Sagrado mar” con su narración carcelaria y el lector de Dostoievski que apuesta por rebelarse contra el sistema carcelario y el que impone el jefe Duroc.

No sale nadie indemne del Oeste. Siempre hay un horizonte humano que de real duele.