Cada año, más de doce mil personas optan en Francia por desaparecer, abandonar a su familia y rehacer su vida, a veces en la otra punta del mundo, a veces sin cambiar de ciudad. Se llama Florent-Claude Labrouste y detesta su nombre de pila. El narrador de Serotonina, alter ego del autor en su visión del mundo que le ha tocado vivir, se agarra al antidepresivo Captorix como a un flotador en las aguas gélidas de un naufragio que ni quiso ni pudo evitar. Se queda fascinado por el dato y se pasa la noche consultando internet para saber más, convencido de que va al encuentro de su propio destino.

Como fan declarado del rock, Michel Houellebecq (SaintPierre, 1958) es partidario de cierta agitación nerviosa: ·Mi cerebro es cualquier cosa menos tranquilo·. Si toda sociedad tiene sus puntos débiles, sus heridas, Houellebecq mete el dedo en la llaga de la suya y aprieta bien fuerte. En las tres décadas de escritura que ya carga a sus espaldas, el ajuste de cuentas con el declive de la sociedad francesa es feroz.

Partidario de decir el mal sin contemplaciones, ávido lector de Shopenhauer, cada vez que escribe experimenta la misma sensación que si estuviera en medio de un ataque de eczema: se rasca hasta acabar sangrando. «Sed abyectos, seréis auténticos», dice un poema suyo. Desde sus inicios, Houellebecq afila su pensamiento en contacto con el ideario pesimista y puritano de Lovecraft, con un ojo puesto en Baudelaire y otro en el existencialismo francés. Desde entonces, con estudiada carga de parsimonia y deterioro de su aspecto físico, se ha limitado a subrayar los chispazos que anuncian el caos, el lento ascenso hasta la curva que desciende vertiginosa hacia la decadencia inevitable.

Houellebecq describe aquello que la gente teme que pueda pasar. Y luego pasa. Su novela Plataforma (2001) incluía un atentado en Tailandia y se publicó un mes antes del 11S. El apocalipsis será tema central de novelas como La posibilidad de una isla (2005) y El mapa y el territorio (2010). En 2012 la prensa anunció su secuestro por parte de Al Qaeda y acto seguido protagonizó la caracterización de su propio personaje en El secuestro de Michel Houellebecq, un largometraje de Guillaume Nicloux etiquetado como falso documental. Poco después, Sumisión, novela en la que imagina una Francia dominada por el islamismo, llega a las librerías el mismo día del ataque terrorista contra el semanario Charlie Hebdo, en enero de 2015.

Posteriormente inauguró en París una exposición de fotografías suyas donde retrata en serie sus obsesiones, desde el vacío existencial hasta el apocalipsis. Imágenes de paisajes desolados y decadentes, repletos de edificios abandonados que fueron santo y seña del turismo de masas, y en ese contexto debemos interpretar que el narrador de Serotonina se refiera a Franco como un «Gigante» de este tipo de turismo.

Serotonina, recién llegada a la mesa de novedades, plantea, en una de sus secuencias principales, una violenta y trágica revuelta de agricultores normandos que termina en un sangriento enfrentamiento con la policía, anticipo de lo que luego fue, a finales del año pasado, la revuelta de los «chalecos amarillos» en las calles de París. Serotonina abarca, no obstante, un ideario de carácter íntimo, altamente perturbador, tanto en el mundo de las ideas como en el de las emociones. Florent-Claude Labrouste veranea en Almería y trabaja como funcionario en el Ministerio de Agricultura de París.

Desprovisto de planes personales y de verdaderos intereses, profundamente decepcionado por su vida profesional, experiencias de diversa índole en el ámbito sentimental, pero cuyo denominador común es la interrupción, desprovisto, en fin, de razones tanto para vivir como para morir, inmerso en una inacción letárgica, ve en televisión el documental Desaparecidos voluntarios y decide poner en marcha su propio abandono, el de su vida anterior y el de sí mismo. Inicia así un flácido y doloroso derrumbamiento en el que se deja llevar por las circunstancias, cuesta abajo en un proceso indetenible de degradación personal y social.

Desde su perspectiva, la propia de Houellebecq, la vida humana ha entrado en una incontrolable fase de degradación a finales del siglo XX y comienzos del XXI condenada a repetir sus errores históricos hasta la extenuación, especialmente en Occidente, donde la vida rural ha sido devorada por ciudades que engendran soledad y vendida por esa «gran puta» en palabras de Florent, que es la Unión Europea. Desde esa óptica debemos interpretar su anhelo de un Frexit. A Houellebecq le gusta el aplauso del público y sabe provocarle, sobre todo en lo que más se deja provocar, la política y el sexo, pero sobre todo dice lo que piensa. Su discurso es altamente impopular cuando dice, por ejemplo, que le gusta que las mujeres sobreactúen en su papel, el que se les ha asignado tradicionalmente, hace que la vida sea más interesante, entre otras cosas, porque erotiza las relaciones entre hombres y mujeres.

Un escritor reaccionario, sin alardes estéticos, que se lee del tirón, que viene por la rue Balzac, no por la Flaubert. Houellebecq, que aún cree en el amor como tabla de salvación, gusta de interrumpir el confort a base de sobresaltos y describe con sórdida veracidad la desesperanza actual de la Francia provinciana.

Sin cambiar el rictus de una leve sonrisa tímida, encarna en la figura del narrador el lento derrumbe de toda una civilización: «He aquí como muere una civilización, sin inquietarse, sin peligros ni dramas, ni demasiadas matanzas, una civilización muere por cansancio, por asco de sí misma».