Uno de los grandes temas de la literatura universal es el destino de los hombres de todos los tiempos y todas las variaciones que, sobre ese eje temático, han explorado los escritores a lo largo de la historia. El novelista, profesor y crítico Rubén Castillo Gallego (Murcia, 1966) hace una cálida y evocadora aportación a este arcano literario con su nuevo trabajo, El calendario de Dios (Boria Ediciones), una magistral creación novelística en la que el creador explora los avatares vitales a los que se ve sometido un hombre de cuarenta años, Horacio, capaz de adivinar el futuro de quienes le rodean e incapaz de comprender en toda su extensión las consecuencias y el alcance de un don que descubrió Leo, su vecino conquense amigo de su padre. Este se convertirá en su maestro y protector hasta que el silencio del tiempo se impone frío y doloroso entre ambos. Horacio desvela a Matías, una anciano del que se apiada, el número 24.182, que será premiado en un sorteo de lotería, pese a tener prohibido por su ética intervenir en el curso normal del discurrir temporal. A partir de ahí, comenzará a rodar una maquinaria narrativa de imprevisibles consecuencias para el adivino, que huirá de todos, una huida que se plantea magníficamente como una búsqueda de sí mismo, una exploración de la llegada a la amarga madurez, de la asunción abrupta del don de leer en los arcanos el futuro de sus clientes y de quienes le rodean, una magnífica epopeya enmarcada en una fuga iniciática con profundas reflexiones sobre las relaciones paternofiliales, amistosas y amorosas y sobre el papel que a cada uno nos ha reservado un destino siempre esquivo y, en ocasiones, más cruel de lo que nos gustaría a todos. Escrito con un acentuado sentido del ritmo y la tensión narrativas y con una propuesta muy original y de calidad en relación a los diálogos, Rubén Castillo logra cerrar una obra redonda, que atrapa al lector desde las primeras líneas y en la que también se abordan la incomprensión, la vuelta a aquel lugar en el que fuimos estúpidamente felices y al terruño, la responsabilidad de saberse un elegido y la carga que representa el propio sino para quien se sabe tocado por una cualidad que lo hace único e inigualable.

En este suplemento ya reseñamos una obra anterior de Rubén Castillo, Muro de las lamentaciones (Baile del Sol), una gran colección de cuentos en los que el murciano expone, de nuevo, su dominio del tempo narrativo y de la composición gozosa de historias aparentemente sencillas pero que zahieren e interpelan al lector desde sus inicios. Castillo Gallego es un creador de fondo que ha publicado ya una veintena de libros en los que ha tocado casi todos los géneros literarios, desde los cuentos a la novela corta y juvenil, pasando por recopilaciones de reseñas y la poesía. Como se define él mismo, «no cree en la homeopatía, ni en las dietas, ni en la gente pesada; pero sí en los libros de Borges, el café, el salmón ahumado, el embutido ibérico y la gente que sabe escuchar». Toda una declaración de intenciones para un singular escritor que afirma haber puesto punto y final con esta ficción a su literatura, aunque no a la de otros, porque ahora dará rienda suerte al gozoso placer de la lectura compulsiva.