Ideólogo y cabeza visible, junto a Fassbinder, Herzog, Schlöndorff y Wenders, del Nuevo Cine Alemán que desde principios de los 60 fecundó las pantallas europeas, Alexander Kluge ha mostrado en sus películas una serie de constantes que caracterizan un estilo único: rechazo del esteticismo, gusto por lo documental, centralidad del montaje, distancia irónica en la narración, voluntad de crítica social. Esos elementos han sido adaptados por Kluge a su otra pasión, la literatura, algo que descubrimos en El hueco que deja el diablo, publicado por Anagrama en 2007, un libro fascinante en el que dialogaba con la caída de Cartago, la cinefilia en Benjamin, el París de los nazis, el accidente de Chernóbil o el 11-S, al tiempo que, empleando los materiales más insólitos (entrevistas falsas, citas inventadas, textos científicos, fuentes históricas, ficciones tratadas como realidades, verdades elaboradas como mitos), urdía un mapa del nuevo orden impuesto por la caída del Muro y el derrumbe de la Unión Soviética.

Taladrando tablas duras, obra inspirada en una definición de Max Weber a propósito de la función de la política, incide en esa mirada oblicua de Kluge, a quien todo parece interesar y cuyo talento todo parece iluminar, para construir un mosaico formado por 133 teselas en torno a la pulsión por el poder que nace con la emancipación de la agricultura y alcanza hasta hoy. Prueba de que Kluge es un género en sí mismo, una inteligencia audaz pero no nihilista, que rastrea las circunstancias que propiciaron la posibilidad de hablar de un animal político mientras dialoga con las encarnaciones que este sujeto ha adoptado a lo largo del tiempo, el libro es una fiesta. Lo privado y lo universal, el fragmento y la totalidad, la novela de espías, la heterotopía de Foucault y las jornadas de la canciller Merkel se tienden la mano en un jubiloso patchwork.

Por qué Napoleón fue aplastado en el Berézina, cómo al Duce le falló el temple ante el Führer, qué papel desempeñaron las cenizas de un volcán islandés en la suerte económica de millones de europeos, de qué modo un carterista se enroló en la Revolución de 1905 para pasar hambre pero ser ganado por el entusiasmo, qué papel jugó el clima de Viena en la conferencia que Jrushchov y Kennedy mantuvieron en junio de 1961 en la capital de Austria, en qué sentido la imagen de la política como droga posee un refrendo por parte de la bioarqueología, bajo qué circunstancias Francia entregó su genio revolucionario a la guillotina en nombre de las ideas que lo formaron o cómo la oración fúnebre de Pericles revivió en Tebas en 1943 por boca de un oficial de la Wehrmacht, son sólo algunas de las historias que Kluge dramatiza en este libro tan admirable por lo que enseña como por lo que inventa, tan sustancial por lo que muestra como por lo que oculta, y que a la postre supone otra manifestación felizmente atípica del Sapere aude kantiano y su entusiasmo por el conocimiento.