No suelo dejarme llevar por la literatura fantástica. Tampoco la distopía es el mundo en el que encajo mi imaginación o la dejo suelta. Cada cual tiene sus ventanas y sus sótanos, su manera de enfrentarse al monstruo que esconde, al que le reta fuera. Pero a veces uno se confía ante un libro que le tienta como una invitación diferente y cuando quiere darse cuenta está atrapado dentro del horror, de la rebeldía, del desasosiego de la identidad múltiple o la que se pierde en el rostro de otro, de la violencia con la que descuartizar las etiquetas que nos domestican y hacen difícil liberarse de lo que se espera del peso de su conceptos: maternidad, sexo, amor, pareja, locura, ternura, abismo, evasión, aunque sea a través del puente fronterizo de las pesadillas. Mucho de esto hay y gratamente me ha sorprendido y cautivado en los catorce relatos de un libro cuyo título ya es una declaración de intenciones, una poética de la mirada y de la escritura con la que su autora, Yanina Rosenberg, nos cuenta de La piel intrusa, en Páginas de espuma. Esa que un día se nos mete en el cuerpo mientras dormimos y nos afelpa como pasto, hierba hermosa que acaricia el aire, aunque sus briznas hieran. O la misma que en otra mañana, sin ser conscientes de lo que sucede y de los vacíos que nos asoman desde dentro, nos transforman en mariposas pintadas en una pared frene a la que soñar una hija más cariñosa, un crimen sin culpa, no pasa nada por ambicionar la perfección del vínculo entre madre e hija.

Yanina Rosenberg nos ofrece un inquietante viaje a través de unas historias poderosas que golpean la rutina de las emociones que nos conforman y que ella dinamita con una fría seducción que entronca muchísimo con el surrealismo y los miedos ocultos e incertidumbres de Dorothea Tanning. Enseguida me la recordaron sus cuentos. Incluso su pieza Septiembre en la piel me despertó rápidamente en la memoria el Autorretrato de la pintora en su cumpleaños de 1942, descalza, con la blusa desabrochada, los senos desnudos y a punto de metamorfosearse en un ente vegetal. Lo mismo que su cuadro Maternidad simboliza perfectamente su visión de la madre que aparece varias veces en relatos como el de la que llama a su ex marido para resolver el desencanto con su hija; el de la mujer que ve a su hija multiplicada en las hijas y mujeres que salen de las puertas de una escalera de vecinos. Magistrales en su atmósfera blanca, de espacios mentales y físicos en los que convergen lo cotidiano y lo extraordinario. Como en ese relato donde desde el colegio se llama a la madre porque su hijo ha rociado de gasolina a un profesor y ha estado a punto de prenderle fuego, y en realidad está en casa con fiebre, o lo estuvo una vez, o no sabemos porque él mira asustado a su madre desde el asiento trasero de un coche. Hay otros que corren pero suerte y son tironeados en un ascensor por la pugna emocional de sus padres. Lo mismo que hay hijas que ven a sus madres como monstruos coleccionables dentro de una botella, o chantajean a su madre por una muñeca de plástico que será raptada por una vagabunda enajenada. No solo a la maternidad le da la vuelta y la desencaja de sus parámetros. También lo hace con cicuta farmacéutica y bisturí disfrazado de erotismo desesperado, perdido en un cajón de lencería o en los silencios conyugales, cada cual en la pantalla de su rutina, con la pareja. Ese hombre al que ella le intenta despertar la vida o el que por amor entierra para que su felicidad eche raíces y pueda regarla todos los días. Hay otros de celos, de besos de puntillas que no se atreven, de rituales del deseo entre sombras sin identidad, vacíos que empujan a una mujer a ahogarse dentro de sí misma. Y no falta en ninguno los otros lados del espejo, puertas que conducen a otras puertas, ni tampoco cocinas con arroz a la cubana, migas de pan, timbres que suenan y se rompen los platos.Unos fabulosos mundos subversivos donde lo fantástico cruje y nos despierta.