Ya hablamos del primero de los libros que componen esta serie y que fue publicado por Tusquets en noviembre pasado. La sinopsis era sencilla: un pintor de retratos comerciales es abandonado por su mujer y, al mismo tiempo, emprende un viaje hacia ninguna parte, mientras que un amigo suyo, hijo a su vez del afamado pintor tradicional nipón Tomohiko Amada, le ofrece vivir en la casa de la montaña en la que su padre dio forma a la mayor parte de la obra. Allí, un extraño vecino le ofrece mucho dinero por hacer su retrato, aunque el protagonista ha decidido no seguir creando, al menos por un tiempo. Además, descubrirá un cuadro desconocido de Amada, La muerte del Comendador, un duelo a muerte entre dos personajes del Japón feudal. Desde entonces, cada madrugada escuchará una campanilla que se agita desde las profundidades del bosque. Un día decide perseguirla y, junto a un templete, hay un extraño agujero en la tierra que su vecino y el protagonista abrirán para destapar la puerta de entrada a otra realidad.

En esta segunda novela, la historia se torna apasionante y el ritmo, en ocasiones, es frenético. Ahora, nuestro retratista tratará de acabar el retrato de una enigmática niña que vive, junto a su tía y su hosco padre, en una casa cercana; al parecer, su vecino piensa que podría tratarse de la hija que tuvo con una antigua novia y sobre ese triángulo se levantará la narración. La campanilla que escuchaba de madrugada ha desaparecido, el pintor Tomohiko Amada languidece en una residencia de lujo sin recordar, aparentemente, quién fue; el comendador y otros personajes del cuadro se hacen presentes en la vida del retratista, la primera en forma de idea y la segunda como metáfora. Además, el protagonista comprende, a través del hijo de Amada, que su exmujer está embarazada y ha iniciado una relación con otro hombre. A todo esto, la niña retratada va a desaparecer. Sólo nuestro protagonista sabe dónde puede encontrarse, en esa otra realidad tan nutritiva que encierran las novelas de Murakami, esa que empieza en las fronteras de lo verosímil pero que encierra otra existencia en las que el tiempo y los cánones de racionalidad humana no sirven para explicar su discurrir. Hasta allí bajará nuestro protagonista, acosado por fantasmas del pasado, para buscar a la pequeña.

Otra vez, Murakami vuelve a explorar los límites entre lo tangible y lo intangible como ya hizo en la magistral 1Q84 o en Kafka en la orilla, al igual que también ha realizado este ejercicio en sus inolvidables libros de cuentos, Sauce ciego, mujer dormida, Hombres sin mujeres, Un elefante desaparece o Después del Terremoto.

Asimismo, el artista japonés vuelve a una de sus obsesiones, la melomanía, que hiere todo el libro con reflexiones y frases acerca de la música clásica (es evidente la conexión de la obra y su trama con el Don Giovanni de Mozart), o de los clásicos pop y rock de los setenta y los ochenta. Cada libro de Murakami tiene su propia banda sonora, todo ello en consonancia con su personalísimo mundo, que avanza según sus reglas.

Como punto fuerte: la atmósfera de la otra realidad es verosímil, sus personajes están trabajados y responden a sus propias reglas y forma de funcionar; tal vez vez, como punto más débil, deba hacerse referencia a la excesiva descripción de ese mundo de lo sensible y a la ralentización que se vislumbra en la trama una vez que los personajes descienden al mismo. Cuando hablo de punto débil, me refiero a que lo será para aquellos que no hayan leído ninguna obra del nipón, porque para los convencidos, como ocurre en mi caso, a esta novela no le falta nada, con personajes al borde del precipicio personal y social que buscan, por encima de todo, hallarse ellos mismos en un mundo consumido por la bruma que separa dos realidades paralelas.