La literatura dentro de la literatura. Una bola de cristal esférica que al ser agitada deja nevar en su interior, sobre una casa rural de un pueblo con una historia de amor fantasma, los copos blancos cargados de cine, de narrativa, de la crítica, de la fotografía, de la piel donde, igual que si fuese una página o un encuadre en blanco, un tatuaje imprime una historia. Unas perlas de nieve que definen una época cultural que va dejando de existir -casi nadie se reúne alrededor de un fin de semana para evocar la juventud sexual, creativa y libre perdida ni para debatir en esa "excelencia de la civilización que es la sobremesa" acerca de las técnicas y los estilos- y el examen de conciencia de la madurez de los cuarenta y tantos cargados de equilibrios supuestos entre los que se muestra y lo que permanece difuminado en el fondo de las relaciones. De amor, de amistad, de camaradería. Los recuerdos y cicatrices de perdedores de aquellos amigos de Peter, dirigidos por Kenneth Branagh en los noventa, y que suena como música de fondo, lo mismo que la de Tom Waits o Cocteau Twins, dentro de la espléndida novela El animal más triste de Juan Vico. Un excelente antídoto literario contra la literatura fast food que cada día se extiende como si fuese una franquicia que contamina de grasa el paladar de quiénes buscan en los libros un alimento.

No es el caso de esta novela que, deberían leer quiénes consideran que escriben con frescura y revolucionan a los jóvenes lectores como si fuesen gurús, vertebrada en tres capítulos basados en las voces de las miradas que enhebran pasado, presente y futuro entre desencantos, infidelidades, la traición a los sueños, la insatisfacción cernudaniana entre realidad y deseo. Narradas por Roberto después de verse en un video de juventud en jadeos, casado con Cecilia y en viaje al reencuentro de la pandilla de los veinte años; por Paula que inventa un relato sobre el tiempo del pueblo cercano a la casa que descansan y tienen como protagonistas a una viuda y a una maestro republicano; y una tercera donde son el resto de los amigos los que desgranan en qué se han convertido cada uno de ellos, y qué peso tienen las huellas de su memoria en un cuaderno oculto.

Tiene muchas cosas buenas de Juan Vico. Un narrador con un elegante estilo propio que aúna el golpe seco de la frase, la crudeza de las imágenes que desliza entre la seducción y la contundencia, las buenas estructuras que se van engarzando igual que cajas chinas con diferentes mecanismos, y su querencia por una narrativa referencial del cine, del arte, de las reflexiones en torno a la creatividad y sus crisis. Y lo hace tramándolas con exquisitez dentro de la historia emocional que cuenta y de la trama psicológica de sus personajes. De ese modo, el lector disfruta más -como es mi caso- al estar inmerso en las derivas del amor y del deseo en los tiempos actuales de la velocidad, en la búsqueda del pasado en internet, en la manera en la que se pactan los afectos para que sobrevivan, y a la vez dentro del debate acerca del pacto ficcional, de los lugares comunes, los cliché de la novela de consumo, del clímax de la novela negra o de la combinación de lo artificial, el rigor compositivo y la irrupción del azar en la fotografía. Y por supuesto el cine de Agnés Varda, Bresson, Tarkovski, Bergman, Wes Anderson, Jarmusch, de Rohmer y La rodilla de Clara qué el escritor hace jugar con la rodilla de Cecilia.

Ella, mordaz y afilada, esposa del Roberto autor policiaco de éxito, antiguo amante de Marta que es ahora pareja de Solange, Jonás y su cámara, autor de un viejo corto "El animal más triste", y Paula la más joven y con menos sensación de fracaso y secretos a sus espaldas son las criaturas de la ficción. Personajes con los que Juan Vico, además de hacer travellings y salidas de plano, revisita a Cortázar, a Paul Auster, los ágiles diálogos que crean tensiones y desnudos, la idea del doble, las exigencias entre verosimilitud y originalidad, y nos regala la belleza de lo triste.