Un libro de arena. No es borgiano ni custodia entre sus páginas un laberinto en cuyo centro aguardan una aguija y un camello. Tampoco tiene de Calvino los espejismos deslumbrados y en llamas de las ciudades construidas e imaginadas entre el polvo y la luz. Pero sí es un libro de arena como cuerpo antiguo del vino de Noé del que emanaron sus nietos, hijos de Cam, y página sobre la que traducir el enigmático alfabeto de una escritura azul, nómada y libre. Igual que los hombres que las dibujan en las puertas de sus casas de adobe y de sol, en la plaza inexistente y a la vez ágora real por donde cruzan las rutas del desierto y en la que intercambian hospitalarios y serios, niños en su curiosidad y sabios en la intuición de su mirada acogen a los viajeros. Mejor uno quedos, aceptables dos frente al instante de descanso de tres a los que enseguida se invitan a seguir su viaje después de un té amargo y de, como diría Bruce Chatwin, los trazos de la canción que componen la lengua de sus lenguajes. Imasighen, tachelhit, amasigh suenan en el viento, en la lengua cantarina de las mujeres que lo mismo desvelan la urdimbre de la libido, el nudo de la preñez que la poesía del amor desventurado que pronuncian amarg. Así se entienden que, descendientes de los primeros padres del mundo, las 50 hijas que viajaron al norte y los 50 hijos que lo hicieron al este, y un día se reunieron en una tierra a la que ascendieron por una grieta de luz. De ellos vienen los bereberes enamorados de los enigmas a los que Cristian Crusat les regala un hermoso mapa de arena y en su corazón un Sujeto elíptico.

Es también el nombre tatuado en la cubierta de un libro del que se derrama esa arena, y según la hora de lectura, alguna que otra estrella iluminando en su destello las fábulas que se sueñan antiguas, tan antiguas como los oasis en los que calmar la sed y beber de la palabra. Allí están igual que un relato al que no exigirle moneda alguna el cuento del Oasis los dientes, el de La sombra, el gato y la pantera, y entre ellos la voz del almuédano de la mezquita de AS-Salam. Se escucha también la música de Tinarriwen (los desiertos) y se comprende mejor si, lo mismo que Cristian Crusat, se ha vivido en la geometría de estos universos entretejidos en espiguilla, en cruz, en estrella. No sólo en las alfombras y en la cerámica, también en los tatuajes de la piel, y en la forma que tienen de narrar sobre los proverbios y los desafíos, las decepciones y la estación de las ciruelas, de los puntos cardinales y las sinestesias.

No hace falta una brújula para viajar por este libro de biombos, la coartada de Cervantes en El Quijote, que separan lo real y lo fabulado, el libro de fronteras del ensayo y del cuento, del campo semántico y del libro de viajes, de la perplejidad y el extrañamiento, de la naturaleza humana tan vieja en el Mediterráneo y en África del Norte. Nos basta en este trayecto con tener en Agadir el oasis y con la escritura que Crusat convierte en las líneas horizontales que definen el paisaje y el corazón sencillo de la cultura de los bereberes. Es fácil imaginarse al autor de Breve teoría del viaje y del desierto, y de Tranquilos en tiempo de guerra, evocando a Domingo Badía, disfrazado de Alí Bey camino a Trípoli, espía abducido, geógrafo, cronista etnográfico, traductor y dibujante. Y haciendo gala de una oralidad, con ecos de Cees Noteboom, punteada acerca de la noche que tembló el corazón de la kasbah y Agadir se dividió en dos: la ausente y la renacida, y entre ellas el casi adolescente Dominique Strauss Khan salvándose o presagio. Nos cuenta igualmente acerca de las callejuelas de Tarudant y sus animales tristes, de las mesetas de Hoggar, del mono que adivina las cosas pasadas y las presentes. Y con todo ello nos descifra de los bereberes su universo reposando sobre los cuernos de un toro.

Un bello libro en el que el paisaje es la escritura.