Existe un núcleo oscuro en Nada más real que un cuerpo, el extraordinario libro de Alexandria Marzano-Lesnevich. Ese núcleo es la vergüenza. La vergüenza, que es pudorosa, es también ambigua, pues puede nacer tanto de algo que hemos hecho como de algo que hemos padecido. Quizá por ello la vergüenza está tan a menudo ligada a la culpa, que antes que su anverso es su complemento, como expresaron de forma diáfana algunos supervivientes de los campos de concentración nazis.

Hay dos relatos en la investigación de Marzano-Lesnevich que se fusionan en el cuerpo de la autora, que en su piel, en lo más íntimo, lo que siempre se lleva a cuestas, lo que siempre recuerda, acaban por expresarse sin disimulo. Uno de los relatos tiene que ver con la vocación de Marzano-Lesnevich, el derecho, una vocación que como abogada defensora de condenados a muerte la enfrentará al asesinato de un niño de 6 años a manos de un pedófilo. El otro de los relatos tiene que ver con la biografía de la autora, con la historia de abusos que ella y al menos una de sus hermanas padecieron durante años a manos de su abuelo materno. La intersección de estos dos relatos en apariencia inconmensurables es el hallazgo de esta memoria cruda y aplastante, en que una mujer se interroga por las zonas de sombra que acosan a cualquier familia. Pues la familia, que es la gran constructora de relatos, es también la gran constructora de olvidos.

Lo que Marzano-Lesnevich reconstruye aquí es, a la postre, el laberinto narrativo de tres familias: la suya, por descontado, pero también la del asesino, Ricky Langley, y la de su víctima, Jeremy Guillory. Estas tres familias, tan distintas entre sí, comparten un fondo común de negrura. Porque no existe una línea recta, un principio de progreso, un dictado unívoco a la hora de descifrar el pasado que nos ha traído hasta el lugar que hoy ocupamos. En realidad, y por eso este libro resulta admirable, es difícil pensar en un lector que no se sienta interpelado por estas páginas, pues este texto apunta a una asepsia que la sociedad y las costumbres reclaman, cierta negligencia, cierta ascesis, cierta cuota de decoro que nos permite seguir adelante («el olvido es una estrategia del vivir», dirá Marsé en Un día volveré), pero que la escritura, que es una herramienta de la vergüenza, se obstina en denegar.

Si queremos saber quiénes somos, sugiere Marzano-Lesnevich, debemos estar dispuestos a exhumar todas las tumbas, a ojear todos los álbumes familiares, a escuchar cada noche el crujido de todas las escaleras que conducen los pasos de los mayores a las habitaciones de los niños. Y aunque el lector puede imaginar el capital de dolor que la autora habrá asumido para enfrentar la escritura de este libro, puede así mismo advertir la dignidad con que ha satisfecho su tarea. No en vano, Marzano-Lesnevich exhibe al firmar su obra, con legítimo orgullo, el apellido del hombre que la hirió.