Un beso como burbuja. Flota frágil en el aire de cada mañana como si fuese una delicada piedra preciosa. Aunque sepamos que de repente en cualquier instante estalla ese beso y se derrama lo que su círculo guarda dentro: atmósfera emocional, deseo en estado gaseoso o su peso muerto, el blanco carnal de su primer encuentro en la boca del otro, el olor a cerrado del beso que hace tiempo se entorna en un gesto silencioso y fugitivo. ¿Cuánto tiempo de amor cabe en un beso? ¿Dónde reside la fecha de caducidad de lo efímero y de lo que se construye para que dure siempre? ¿En qué momento uno piensa en la posibilidad de arrojar a la basura ese beso que estalla y deja caer en vértigo los números rojos de sus ausencias? ¿Es posible reinventarlo de nuevo si se pone distancia a tiempo entre una boca y otra, lo suficiente como para echarlo de menos? ¿A cuánto cotiza en la vida actual un beso de sólo para hoy, y el compañerismo de un beso para quedarse? ¿Una relación de amor puede tramarse como un ensayo de ideas o más bien se construye como una casa con cimientos y con vistas? ¿Qué algoritmos definen la intimidad y la temporalidad de un golpe de yema con el que conectar con otro? ¿Es mejor la búsqueda del amor mirándose a los ojos o la felicidad sólo se encuentra en la sorpresa de Tinder?

si hace tiempo que lleva tiempo dándole vueltas a estas preguntas no lea la novela de Patricio Pron. Puede que su lectura le descubra la precariedad sentimental y le transmita ganas de desconectar de su relación y examinarse de ella como superviviente en el caso de ruptura. Quizás le induzca a hojear los libros de su vida en común y en su inspección a ir amputándole las hojas dedicadas o las que requieren una larga nota a pie de página. Tal vez le suceda lo contrario y al adentrarse en la historia del proceso -tiene esa frialdad de lo sociológico, su misterio y su amenaza de Kafka- que se desarrolla en Mañana tendremos otros nombres, encuentre respuestas que duelen, que igualmente iluminan, que en algún que otro caso posibilitan resetear el deseo que destella a partir de la ausencia, y renacer la relación con el brillo dorado del kintsukori. En ambos casos la metamorfosis está asegurada.

Siempre me ha gustado la escritura Pron. Envuelta en celofán frío, o como si la escritura se tallase con un bisturí con el que a ningún término le sobra algo de barba, de relieve, de sombra. Una escritura que se desliza sin huella sobre el hielo donde traza siempre sus historias y que a la vez cruje cuando uno la desenvuelve y se lleva al paladar sus ideas. Luego, cuando la prosa cae en el estómago provoca ardor o esa punzada que le hace a uno preguntarse por qué golpea o araña lo que Pron escribe como quién no quiere hacer ruido, y sólo nos cuenta aquello que ha observado al microscopio. Social, político, económico, sentimental, líquido. Igual que esta novela Bauman con la que Pron le practica también la autopsia de pareja a las formas en las que hoy nos relacionamos sujetos a automatismos, a leyes de mercado, a las redes en las que nos extraviamos entre la difuminación de lo público y lo privado, y nos hemos convertido en objetos y proveedores de consumo. Ella que rompe, él que divide la biblioteca, el verdadero hogar sentimental que nos define y que mejor simboliza la pérdida. Ambos que zozobran en la frontera de los cuarenta, cuando la vida entra en rutina y en acto de contrición y la gente se evalúa/devalúa según la imagen que tiene de su mundo, de sus convicciones, de su identidad. Tener el coraje de cambiarlo todo, o la impotencia de no poder cambiar nada.

Es lo que subyace en esta novela de amor en busca del amor y sus nuevos rostros y lenguajes, en medio de la soledad, de las frustraciones, del significado de capital económico que tiene la pareja, en la que Patricio Pron deje que entre lo real y su aspereza tiemble la ternura, y respire la esperanza. Encontrarlas es el asunto de sus lectores.