La mano del pianista es alargada. Una tensa cuerda de aire que llora y corre, salta y se desmaya sobre una página que multiplica su espacio y sus vacíos en negro y blanco. La pasión y el miedo, lo trágico y lo bello. Es difícil imaginar cómo escribiría un pianista acerca del eco de su cabeza hablando consigo mismo alrededor de la ejecución minuciosa, libre, redonda. Hasta que uno lee Preludio de Jesús Ruiz Mantilla y descubre que, después de saber que el lenguaje es música en escala, notas y pausas, las palabras pueden transformarse en yemas en arco o en ataque sonando perfectas, después de practicar de doce a veinticuatro veces por día, y de ese modo desenvuelven agitato, lento, vivace, sostenuto, allegro apassionato, un concierto sobre la vida y el ego, el amor y la infelicidad del fantasma de un fantasma al piano. Porque de esto trata la partitura literaria de un tipo de nombre León de Vega, existencialista y real. No es fácil narrar de lo que les hablo sin tener una educación musical y una literatura con metrónomo interior para que la historia nos lleve suave y exorcismo hacia el último momento en el que León de Vega deja de hablarnos enfebrecido y en penumbras enfermas de muerte, contándose a sí mismo en el tiempo real de un concierto con reto.

El suyo, conquistar en una seducción de magisterio y aliento los 24 Preludios de Chopin. El de Ruiz Mantilla hacerlo como si fuese un escritor al que no se le noten las exigencias de convertir su música y de León su historia en una novela frente a la que uno escucha, no tose, se divierte y se despide con tristeza de un artista encanallado, lúcido, extranjero de sí mismo cuando interpreta, y amante de lo bello sea cual sea su rostro. De poco le importa el sexo del corazón que devora y que a él termina dejándolo atormentad, rebelde, extraviado, sufriente de mala baba y antipático con su yo al sentirlo melancólico a solas. Un hombre desarmonizado, que dice poéticamente el escritor que lo glosa y desglosa, por debajo de sus posibilidades como artista con la genialidad que termina vampirizando a la persona. Pollock, Rotko, serían reflejos plásticos de este pianista al que Ruiz Mantilla nos expone también al carboncillo, al óleo y en retrato cubista, en dibujo espontáneo como el de la mano de Picasso sobre un boceto. La de un pianista improvisando de todos los Chopin el Chopin que más hermoso y autodestructivo le suena. No es otro el espíritu romántico.

No se crea querido lector que Preludio es una novela soliloquio para megalómanos. Yerran. Porque consigue la escritura de Ruiz Mantilla tener aquí la certera perfección del tono americano de la novela negra, y desnuda a su personaje en la madurez nocturna del Toni Bar en monólogo seco con un McCallan, entre humos solitarios y mujeres de risa generosa y ojos en los que olvidarse de todo. He conocido y bebido en ese local de atmósfera por el que León de Vega huye de Helena, de Rafael, del seductor Reginald, de Liszt, de Fausto, de las contradicciones de Sábato y de Cioran, de la imposibilidad de alcanzar la libertad del intérprete con alma de Hegel y de Alessandro Baricco. Hay algo de la musicalidad narrativa del italiano en este novela con desgarro y pinceladas shakesperianas en la que también Ruiz Mantilla traza aguafuertes y caricaturas de una sociedad psicoanalizada con gustos kitschs, boutades y eslóganes de una España fosilizada. Sus traumas, su Sonata de León contra todo lo rancio y al descubierto en sus contrapuntos. La carnalidad con la que lo ennoblece su autor con oído para la redención de lo rebelde.

Presto con fuoco el réquiem en escena del protagonista que se nos muere entre su concierto al límite y la despedida evocativa que va haciendo de su vida artística y canalla, por todas las fronteras de la vida y sus abismos, humano, sabiendo que nadie, ni siquiera Baltasar, heredero de Franz Mohr puede afinarle a nadie el alma.

Una bella novela que vuelve de su pasado 8 1/2 y que Daniel Ortiz gira por España en teatro, mientras esperamos que Ruiz Mantilla vuelva a poner su literatura al piano.