Los libros que somos, aquellos de los que venimos, los otros que aguardan que nos lleguemos hasta ellos, son la memoria de una herida que generalmente tiene labios de verano, ojos de infancia, pasión de jóvenes, madurez de quién distingue la añada, el bouquet, la uva del lenguaje de los lenguajes, la tierra de la que procede su cepa. Lo sabe bien Eloy Tizón, víctima apasionada de la esencia del veneno que la lectura le fue -y nos fue a otros muchos- introduciendo a modo de antifaz de aventura, de la necesaria soledad y silencios que exige la palabra para contarnos sobre los mundos y la vida. Muy pocas veces le devolvemos a los libros una parte siquiera de lo tanto que nos dieron, y si acaso repetimos los nombres de sus autores más grandes igual que un listado de los reyes visigodos, pero jamás tan parecido a la intensidad del equipo de fútbol con el que crecimos en la victoria y en la derrota. Por eso celebramos, como una hermandad más pública que clandestina de la actual cultural Fahrenheit, que un doble hijo de ellos los festeje von viveza y espíritu didáctico, desde su trayecto de lector enamorado y su condición de escritor curtido. Literatura interpretada y contada. Este es el regalo de esta feria del libro, de todo el año y del tiempo que nos aguarda, impreso o en blanco. Una cadena de entusiasmos agrupados con el título de Herida Leve, y con muchas páginas de espuma salpicando la singladura de Eloy Tizón, a lo largo de treinta y años, narrada en la bitácora de este estupendo libro de horas.

La Literatura por dentro con sus fantasmas de escritura y de la vida, igual que ese maestro del cuento que siempre escribió Cheever contra Cheever. Y de autores clásicos, de hallazgos de amigos, de las enseñanzas y los retos, de la sátira y de lo plástico, de la libertad desatada de reglas, nos cuenta Eloy Tizón desde el mestizaje del lector que terminan escribiendo a partir de la huella de sus héroes y del escritor que nunca ha dejado de leer con el propósito del goce, el de asomarse a los abismos de los autores que amó y al de los que descubre, de entablar con sus libros un diálogo íntimo y a la vez abierto al resto de quienes desembarquen en sus mismas islas. Hay en ese sentido mucho título de iniciación generacional, al mismo tiempo que represente esa maravillosa suerte de caos controlado que va sumando lecturas. Da igual, el placer de saber o e reencontrarse con escritores y sus obras escogidas es un disfrute sostenido por la inteligencia de la lectura y la capacidad literaria que los explora o cuenta como un relato. Lo hizo en revistas y en prensa de otras épocas, revisadas ahora y en pie en este hermoso Manual Tizón de Literatura.

Zarpa el autor del puerto de Juan Eduardo Zúñiga un siglo de cicatrices de la guerra fabuladas a través de la vida común de lo pequeño, y prosigue por Djuna Barnes, maquillada a propósito para escribir prosa de cosmética azul y violencia de pintalabios; por ese maravilloso excéntrico y mago de la caligrafía amotinada de los sueños, como Eloy define a Felisberto Hernández. No faltan los relatos carnales entre sexualidad y alma de Clarice Lispector; el arte de la ficción de David Lodge; la mirada transeúnte de Döblin; la ambición nietzscheana de Richard Ford ni la escritura SOS de la rusa ilustrada marina Tsvietáieva. Perfiles de estilo, confidencias existenciales, matices de la escritura, naufragios de ellas, de ellos, de sus criaturas de ficción, y también la luz sobre los autores que a muchos nos descubre y nos deja en afecto. Elizabeth Jolley; Paola Capriolo; William Gerhardie, junto a los ecos de Andrei Bítov con su fulgor por el detalle y los microclimas de sus personajes de La casa Pushkin, y de La historia siguiente donde mi querido Cees Nooteboom indaga en la melancolía, la identidad y la metamorfosis. ¿No es sobre estas cuestiones sobre lo que va toda la Literatura?

La tinta que nos hiere se torna en antídoto y homenaje a la lectura de la que hemos crecido y de cuya mano nos cegaremos en silencio acompañados.