Dice Iñaki Abad que escribe sin brújula, dejando que las palabras de la historia que emborrona contar le vayan mostrando las voces de quienes la narran por dentro o en sombras, acerca de la vida de un hombre y el infortunio vinculado al amor y a un Dos Caballos Citroën que al lector le va perturbando la sensibilidad, le despierta la memoria personal y la refleja en la colectiva de unos años de efervescencia política, callejones de atrás y futuros que se soñaban conquistar desde la victoria. Esto de lo que hablo y que le sucede a los lectores es porque antes le ha sucedido a Iñaki Abad en ese proceso de búsqueda de toda novela y de esta, Las amargas mandarinas, con la que interrumpe el silencio sembrado desde Los malos adioses de 2007, y que una vez consciente de la historia le empujó a escoger un lenguaje con el que emprender el viaje de la escritura por la misma carretera por la que regresa a Palma de Mallorca Carla Fleta Lang en un coche al que le chirrían los neumáticos. Metáfora quizás de los recuerdos que le asaltan acerca del padre que la espera para morir en paz, y del que vamos descubriendo a través de ella que fue un hombre escurridizo del que desconoce el destino y la herida de los afectos, el secreto de la vida que ha de ir componiendo. No sólo la de él, sino también de toda la familia, marcada por amores fracasados, el exilio de ida y vuelta entre Bilbao y Burdeos- la pobreza y el miedo frente al cosmopolitismo y las ideas progresistas-, por las convicciones y las culpas acerca de las que no se pregunta su pasado.

Una novela con muchos pasadizos, bien construidos por el autor que deja que la trama avance despacio y con cierta asfixia escénica, fluyendo ágil por el cauce del relato presente de Carla enfrentada a la burocracia de la muerte y al rompecabezas de lo hallado en unas cajas de su padre. Esas huellas que se esconden al alcance de quién uno intuye que será la mejor persona para descubrirlas. Cajas chinas con voluntad testimonial de unos hechos y sus consecuencias. Y cajas chinas en cierto modo como todas las vidas que Iñaki Abab despliega, Chema, Arantxa, Jeanne, Sophia, Peio, como ejes más principales, enriquecidos por esos otros personajes cuyo detalle determina tantas cosas de la psicología de otros personajes. Pienso por ejemplo en el instruido y elegante Álvaro Rispoli cuyo relámpago desnudo será importante para el devenir de Carla. Cada uno de ellos refleja al otro, las manchas y las lealtades, las pequeñas felicidades y los miedos convividos desde una noche del septiembre vasco de 1974 y un sangriento atentado de ETA. El resorte que, al igual que en las novelas de Kundera (tienen Las mandarinas de Abad ese tono lento del ovillo del que se van deshaciendo los nudos) supone un hecho accidental que se vuelve transcendente y todo lo determina como en La broma del autor checo. Es también el relato social de una época en metamorfosis, igual que el protagonista Chema que se reconstruye en Burdeos para acceder a otra vida. Esa es la búsqueda de su hija Carla que, junto con las miradas narrativas de los perfiles femeninos de Jeanne, de Arantxa, de Sophie y de Ana Livert, recompone desde diferentes formas del amor la vida, las razones, las heridas y la redención del hombre. A cada una de ellas le corresponde una parte de la verdad. Lo mismo que a Lorenzo Ruspoli, vital igualmente en esta historia que interroga el fondo de armario de un período histórico y el valor que tienen palabras que pesan como justicia, política, libertad, memoria, olvido.

Se suma Iñaki Abad con esta novela, introducida por un prólogo de Manuel Rico, en la revisión de lo vasco en los años del tardo franquismo, en la línea de Aramburu, y lo hace con honestidad y buen pulso a través de veredas estrechas de la violencia, de los silencios que destrozan, de las lealtades, de la naturaleza humana frente a los idealismos y sus batallas con la voluntad de que pensemos y se libere del pasado el futuro.