La traducción es la escritura invisible de un oficio minucioso que exige conocimiento de otras lenguas y de su piel, de sus máscaras y de sus resonancias, para poder trasladarlas de un idioma de partida a otro idioma de llegada, sin que se pierda la esencia, el misterio, el latido del mundo y la imaginación de su lenguaje. No es fácil esta hermosa labor que requiere igualmente capacidad creativa para mantener el espíritu de lo literario en este proceso de alquimia con la palabra, sujeta a la precisión, a su manejo dentro de un mecanismo complejo, a su filiación en un tiempo verbal determinado, al amor que se ha de poner por esta labor y a la capacidad de sumar dos identidades en una misma que resulte convincente en lugar de un artífico o una chapuza. Bien lo sabe una profesional entusiasta y curtida como Amelia Pérez de Villar, narradora de sus propias fabulaciones y narradora también del lenguaje de otros construidos de silencios y de pausas, de peculiaridades y ritmos, de semánticas y atmósferas, que ella hace suyas y en cierto modo de ellos y de ellas: Emily Brontë, Kipling, Edith Wharton, Stevenson del que leí sus cuentos reunidos en Tusitala, y también sus ensayos, resueltos maravillosamente por esta escritora Alicia que lleva más de 25 años pasando al otro lado del espejo del lenguaje de lo literario, hurgando en qué hay dentro de una palabra y de qué manera hacerla suya: aproximándose, puliéndola, recreándola, sustituyéndola, reescribiéndola. Decidida a dejar el listón en alto en cada reto y sin mella del desencanto que produce la supervivencia de un trabajo casi siempre a destajo

No es fácil. De ello habla en Los enemigos del traductor. Elogio y vituperio del oficio, publicado por Fórcola. Un libro con el que rinde homenaje y batalla a su oficio y convierte la publicación en un estupendo manual de ética y de mecanismos, de literatura del yo y de denuncia, a la vez que deleita y divulga, sin sonrojo en poner puntos calientes sobre las íes en conflicto de la labor que disecciona y canta, ni tecnicismos que impidan a los lectores disfrutar, aprender y desde el cierre del libro empezar a respetar la dignidad de los traductores y su trabajo artístico y técnico. Dos cualidades, entre otras, que no se valoran del todo en un oficio agravado, al igual que todo lo cultural, por la precariedad económica marcada por tarifas bajas y pulsos de contrato, por las exigencias de los plazos, el intrusismo de escritores sin preparación, y la habitual falta del traductor en la cubierta de los libros. No es habitual del todo encontrarlo bajo el título, ni siquiera como pie de sombra del autor. Es como si no existiese el nombre de su labor ni la huella de su oficio orfebre sujeto al conocimiento anatómico de las palabras, a la arqueología lingüística y su sensibilidad para interpretar el lenguaje de otro, desde su epidermis y su conciencia. Sin estas exigencias y cualidades no se construye el buen traductor que calibra verbos, frases hechas, registros nuevos, imágenes, exigiéndose calidad en el cumplimiento de las normas y atrevimiento en algunos casos. Al talento de este trabajo de penumbra, esfuerzo y mimo le debemos gozar de los eternos clásicos, de la última novedad de un escritor o el placer del primer descubrimiento. No falta de nada en este cántico al traductor. Su inicio de traductora con Pink Floyd; el influjo magistral de Esther Benítez; el duro reto con Cumbres Borrascosas; la reivindicación de las traductoras que dignifican los best seller como Los juegos del hambre; las relaciones con los editores; la importancia de los diccionarios, y acerca de cómo el traductor sucesivamente también va traduciéndose a sí mismo, ganando en mirada, en capacidad de ganarle al texto los momentos conflictivos de pelea.

Baudelaire, Cortázar, Borges, Carlos Pujol, Miguel Sáenz, Félix Romeo, Miguel Martínez-Lage, Ángeles de los Santos, son algunos de los fantásticos profesionales que me han trasladado los aromas diferentes de lo literario en sus dobles del lenguaje, trenzados con la exquisitez y el disfrute que ofrecen su oficio. Ese del que Amelia Pérez de Villar nos cuenta con orgullo, sinceridad y pasión, colocándonos un fiel amigo entre palabras y su puente.