Si uno mira la realidad que sucede a diario desde lado zurdo, tiene el síndrome Millás. No es grave pero tampoco tiene cura, y no hay medicación que atenúe los efectos secundarios de ver en la realidad pequeños acontecimientos que lo convierten a uno en personaje o que pueden convertirse en grandes e inquietantes historias capaces de transformarnos. Darse cuenta por ejemplo que existen tantos peligros en el trayecto del metro de una equis periférica del mapa hasta la Gran Vía de Madrid como en una expedición a África. O de que la muerte accidental de tu psicoanalista en mitad de un tratamiento afecta a la manera con la que te relacionas contigo mismo, interactúas con las personas o sucedes frente a un extrañamiento. Como por ejemplo el olor a tabaco de un beso con blusa o que de repente descubras que hay lugares en los que siempre llueve del mismo lado. ¿Se dan cuenta de estas cosas las personas que no miran la realidad desde el lado zurdo y no padecen el síndrome Millás? Seguramente no. Incluso aunque lean 'La vida a ratos', una bitácora de 194 semanas con la que el escritor quiso hacer un diario de la vejez el día que encontró un hormiguero cerrado y se preguntó cuánto era el tiempo de vida de una hormiga y de repente su lengua le recordó el agujero de la boca del que le habían extraído una muela del juicio. Otro símbolo de la edad que te va despojando de firmezas, la de morder en este caso, y abre el interrogante de si existe en el tercer tiempo un Ratoncito Pérez que compense la ausencia.

Esto dice uno de los dos Millares que se cruzan por dentro de este libro de ruidos de los días con rutinas y el surrealismo que envuelve tantas de las cosas que vivimos sin darnos cuenta de su envés ni de las perplejidades que pueden provocar si uno sabe mirar como miran Millás y Millás. El que a unas horas escribe novelas y el que a otras artículos; el que pasa la fregona para que se le ocurra un cuento y el que se toma una ampolla de Nolotil para terminar uno con un poco de fiebre. Aquel que en una calle de San Sebastián se encuentra con una señora que lleva un conejo en los brazos, y el que tiene a escala una versión reducida de sí mismo dentro de la cabeza. Uno es profesor en un taller literario, el otro hace algo parecido en la radio. De los dos, uno sueña con argumento y en cambio su contrario ensaya con lo que improvisa con el material que acontece a su alrededor. Ambos se conocen porque suelen coincidir en la sala de espera de la misma psicoanalista y comparten el hábito de los gin tonics de las diecinueve en punto de la tarde, y que los amigos se les suiciden

De sus paseos por este diario el lector de este escritor y siempre su doble disfruta de la manera con la que Millás juega a crear papiroflexias de lo cotidiano, revelaciones y travesuras de la realidad y lúcidos aforismos de filosofías de rebelde imaginación. Y también de una escritura que traza el brillante relámpago del aforismo y los hallazgos de un microcuento en la exploración de las realidades de lo real a las que le da vuelta tendiéndolas en el diván de su literatura. Cualquier cuestión, objeto o acontecimiento mecánico de la vida común, él las transforma en píldoras para el bloqueo de visión de lo fantástico y certificar el sin sentido o la magia de aquello que de repente se extravía de su territorio habitual. Es el caso del hallazgo de un tarro de orina que ha decidió no acudir a su análisis; el descubrimiento de que los probadores son ataúdes verticales con espejo; encontrarse en un cuarto de baño de Antonio López; los viudos mayores que se convierten en su mujeres o que cada día tiene una textura diferente.

Pequeños misterios, secretos en los que no hemos caído, absurdos que de repente tienen validez, la vida diaria que sucede si uno la mira desde el síndrome Millás y traduce, de lo que consideramos habitual, su divertimento, su surrealismo y su literatura