La sangre es la madreselva de la familia de la que se enraman los relatos de los que cada uno proviene y crece. Y es también el corazón del dolor y del deseo desde el que cada uno decide dejar atrás las sábanas revueltas del pasado, las supersticiones infelices, la cuerda del superviviente atado a la tierra que no es suya. Aunque la corra libre cuesta arriba, silbando al perro, igual de Sangre en su nombre, soñando la huida de lo que pesa y la conquista de hacerse otro en otro mundo al que ponerle su nombre, su semilla, su abrazo de amante, su cadena de oro. La sangre es igualmente el lenguaje de los recuerdos a los que los descendientes viajan cuando el relato de una historia les despierta la historia de los muertos que llevan dentro y se les asoma cuando invocan la palabra para contarse y contarnos. Esto es lo que nos regala Phil Camino en esta novela de dos familias entrecruzadas en el México donde sucedió el baile de ojos azules de su Belle époque, auspiciada por el porfiriato del general que soñó el progreso de un país en el que Ángel Trápaga y Richard Myagh unirán sus destinos. Dos hombres con el valle del Soba y Dublín a sus espaldas, en la proa de un barco siguiendo el impulso de un tiempo en el que la fortuna era un paraíso al que desembarcar por mar y ganarle la mano con olfato, empeño, trabajo, algún que otro asunto pendenciero. Uno huye de la pobreza, el otro de la riqueza perdida. Ambos en La memoria de los vivos no son aventureros en el concepto esencial del término, sino más bien hombres en busca del provecho de una nueva identidad, de la victoria con las derrotas que llevan dentro. El primero es analfabeto y ambicioso, el segundo nunca ha dejado de tener certeza de lo que quiere. Su destino no son ellos en sí mismos y su pugna con la vida en una tierra nueva. Lo suyo es la sangre, cruzarla para enriquecerla y que de la nueva generación broten la riqueza, la ambición renovada, la fuerza de una saga familiar que a ellos les permita reinar dentro de las venas, las de adentro y las de afuera.

Phil Camino reconstruye el puzzle de esa vieja historia de los imperios del dinero y de alcurnia que de sus apellidos nace en mestizaje, y ese oscuro horizonte que casi siempre sucede con la tercer generación: la de los nietos sin heridas en las manos, que nada construyeron, que en ninguna revolución tomaron parte, y que generalmente tampoco heredan talento ni olfato, y cuyo final es casi siempre un peso en ruinas. La historia en la ficción y en la realidad repite el tópico de las sagas que levantan, mantienen y modernizan empresas, y finalmente las entregan a quienes rápidamente las desaparecen, y a la vez la enriquece con sus trazo personal y una escritura ambiental que la mueve con agrado

Este es otro de los pilares de esta novela con música de fondo en los tránsitos de sus veneros narrativos, en la delicadeza y fuerza con las que los personajes toman la trama por la cintura y la aman, la pelean y la desnudan de 1830 a 1930, atravesando la revolución mexicana y el despegue económico de Estados Unidos. Un relato del que las voces son las de la familia Myagh-Trápaga, el vínculo de un negocio de abarrotes y su imperio de tierras, con la inteligencia siempre estratégica del antepasado Ángel, manejando la brújula y la fortuna del petróleo. Ángel, el mejor personaje de la novela, el más sólido en su construcción y el más trascendente entre las otras voces masculinas -les falta más carácter y peso de protagonismo a las mujeres de la historia- el eje de la novela a la que nada falta: ni toreros, ni Emiliano Zapata, ni Josefinas poliédrica y crucial en la ficción, junto al destello del lenguaje que dibuja la rudeza y grandiosidad de los paisajes, la violencia efectistamente retratada y la psicología de los miembros de la familia del deseo y del dinero. Al final, ya se sabe, se pone el sol y la atmósfera avala sus fantasmas.