Oleg Zaionchkovski pone en marcha el motor narrativo de su rotunda La felicidad es posible de forma explosiva: «¡Te voy a matar, cabrona!». Y arranca entonces un viaje de conducción sinuosa e imprevisible por paisajes cargados de curvas, baches, badenes, rectas de vértigo y pendientes que invitan a contener el aliento. Al autor le gusta acelerar, ralentizar, dar volantazos y frenar cuando menos te lo esperas para que su novela impida relajarse al lector: nunca sabes lo que te espera a vuelta de página. Es una narración de amor y de desamor pero también circula como retrato de ángulos costumbristas, y para completar la ecuación sin costuras limitadoras irrumpe una colección de relatos independientes. No hemos terminado: también hay una novela cómica y otra dramática, y para que no falte nada se indaga en la literatura rusa eterna y un viaje emocional y sabio por Moscú...

Oleg Zaionchkovski parte de un lecho roto: un escritor sufre un revolcón sentimental y todo se viene abajo. Su mundo, sus esperanzas, sus deseos... y su inspiración. Un creador que pierde las musas pasa a ser un recolector de fracasos, dudas y pérdidas. Su angustiosa situación personal es el hilo conductor del que tirar para intentar encontrar sentido común a la compleja madeja rusa. Qué mejor manera de hacerlo que recurrir a las siempre elocuentes muñecas rusas: misterios dentro de enigmas armando una sociedad que oscila entre el atrevimiento del futuro que llama y el pasado que reclama. Melancolía en estado impuro, madura expresión de emociones colectivas en las que siembre brilla, sobre cenizas en muchos casos, el humor que los grandes creadores destilaron de forma insuperable.

Sí, recordemos a Pushkin, Gógol y Chéjov y su inmarchitable talento para engarzar inteligencia y sentimiento , pero sin empañar el trabajo de Zaionchkovski por considerar que paga demasiadas deudas a sus clásicos. Su novela hereda la inmensa capacidad de los titanes clásicos para enhebrar la historia más realista con la aguja que da puntadas filosóficas sin someterse al peaje de la gravedad impostada o la profundidad intrascendente. «¡Benditas sean las vallas rusas!». Hay muchas, recuerda el narrador, y en cada una de ellas hay una entrada secreta: «El conocimiento de estas entradas nos hace personas libres».

Y la novela está repleta de esas vías secretas que hay que encontrar y cruzar para encontrar respuestas a muchas de las cuestiones que surgen mientras el autor recrea con una asombrosa capacidad para construir imágenes veraces y veloces del Moscú que conoce, tanto subterráneo como a ras de tierra o encaramado en los cielos. Guía elocuente y traviesa de la ciudad y también de sus habitantes enardecidos o apesadumbrados, La felicidad es posible retumba con su prosa austera y precisa a la hora de construir escenas poderosas habitadas por personajes que quedan retratados en un par de pinceladas, con diálogos que nunca son relleno. El autor se asoma al abismo de las pasiones y también de su propia condición de literato: la vida es bella justo hasta el momento de sentarse delante del ordenador. Esta en juego encontrar un final a la altura de las circunstancias. ¿Lo consigue? Plenamente.