La animadversión a los visitantes ocasionales y su deseo de no querer ser atrapada en «rutas migratorias de los rebaños de turistas», ha provocado que después de más de una veintena de años viviendo en Venecia, se haya visto forzada a instalar su domicilio habitual en Suiza. Pero las aventuras del comisario Brunetti continúan en Venecia como si nada hubiese ocurrido. En esta ocasión es el suegro del comisario, el conde Falier, el que le pide un favor: que investigue de forma sutil a un amigo de la familia, el también aristócrata de origen español y millonario Gonzalo Rodríguez de Tejada. Es decir, su suegro le pide que se comporte como un detective privado que husmea en la vida de un ciudadano por encargo de un cliente, en este caso su aristocrático suegro. Esta investigación privada la efectuará el comisario Brunetti hasta la página 207, a partir de ahí se convierte en interés público, del Estado, pues es cuando se comete un asesinato y ha de olvidarse del encargo del conde Felier, para poner en funcionamiento toda la maquinaria de la comisaria, pero se cumplirá lo que Brunetti comienza a sospechar: ambos casos se encuentran relacionados.

Si la novela detectivesca o policiaca en sus diferentes variantes siempre presentó para los escritores el reto de construir un relato de «cuarto cerrado»; es decir, presentar y resolver para el lector un crimen cometido en una habitación cerrada donde supuestamente nadie pudo salir ni nadie pudo entrar. El primero que se lanzó por esa pendiente fue Edgar Allan Poe con Los crímenes de la calle Morgue; luego se sumarían más. Uno de ellos con gran éxito fue Israel Zangwill y El gran misterio de Bow, muy ponderada por José Luis Borges, pero casi desconocida en nuestras tierras. Escribir un enigma de «cuarto cerrado», sin plagiar, siempre ha sido un reto para todo escritor de novela policiaca.

Aparentemente podríamos pensar que Donna Leon no utiliza esta técnica porque ella es de espacios abiertos, por eso nos dibuja Venecia con sus vaporetti y las calles por las que transcurre la acción: Santi Apostoli, Fondamente Nidovo, Piaza san Marino, Puente Rialto, Santa Marina. Si piensan así, creo que se equivocan: Venecia es una gran habitación cerrada para Donna Leon. Nos habla de la Venecia no turística, la inmune a los cambios: con sus clases acomodadas y sus besos conceptuales («beso simulado en la mano, en la que los labios no rozan el dorso»), su inmortales calles, sus puentes de ensueño, las costumbres de los venecianos que habitan todo el año, con el mar de información y desinformación en el que navegan, con la gran cantidad de habladurías que pueblan su quehacer diario, pero sin tiroteos ni hemoglobina. Su comisario Brunetti resuelve los casos con inteligencia, reflexión y espíritu veneciano en el escenario de una Venecia que funciona como una gran habitación cerrada, pues la autora utiliza la novela negra como una carretera bien señalizada y no tiene costumbre salirse de los márgenes. No faltará la metaliteratura en la novela de la mano de Paula, la esposa de Brunetti, sobre todo las citas a Henry James, en esta ocasión será su interés por los depredadores de voz suave y el té a media tarde. Lo mismo ocurrirá con la comida típica de alguna parte de Italia, porque la gastronomía no es inocente en las novelas de Donna y la utiliza como George Simenon con su comisario Maigret por las villas de Francia: para mostrarnos a través de ella las diferentes costumbres de los parroquianos. Sin embargo, Donna Leon concluye que en estos momentos el risotto y la pizza han dejado de ser exclusivamente italianos, pues son los alimentos más comunes en todo el mundo y reivindica la propiedad internacional.