La vida de Herman Melville lo obligó a embarcarse desde pronto: después de trabajar en un banco desde muy joven, obligado a dejar sus estudios por la muerte de su padre, se embarcó a los dieciocho años hasta que llegó a su primer ballenero con veintidós. Desertó un año después, y acabó en una isla de caníbales donde fue vendido a otro ballenero. Estuvo encarcelado unos meses por amotinamiento, hasta que acabó en su tercer ballenero. Más tarde, fue marinero raso para la marina, hasta que finalmente pisó tierra, tres años y nueve meses después. Como vio que sus historias triunfaban entre amigos, se decidió a escribir Taipi y Omú, dos libros de aventuras que le abrieron las puertas a los círculos literarios de Nueva York. Pero esto fue un espejismo.

Pocos gigantes de la literatura han sido tan menospreciados en vida como lo fue Herman Melville. Con excepción de Taipi y Omú, los demás fueron acumulando un fracaso tras otro y su vida literaria fue casi siempre cuesta abajo, lo que le llevó a alimentar fácilmente su carácter pesimista y taciturno. Además, a sus fracasos literarios se unían otros problemas como los de su vista que le obligaba a pasear por Nueva York con gafas oscuras para protegerse de la luz si era de día, por lo que prefería salir a la hora del crepúsculo; también el agobio por las continuas deudas y, de manera mas profunda, el suicidio de su hijo primogénito.

Hoy en día resulta difícil creer que historias como Bartleby el escribiente, Billy Budd, Benito Cereno y, sobre todo, esa obra genial que es Moby Dick, fueran inadvertidas si no rechazadas por el público y la crítica de la época. Y lo fueron. Sobra un ejemplo, Melville tuvo que costear de su bolsillo la primera edición de Moby Dick después de ser rechazada por varios editores. Hoy esta novela, aparecida en 1851, forma parte de nuestra mitología. Moby Dick es un clásico en el sentido de obra inagotable y supone una forma de inmortalidad de Herman Melville.

Pero Melville es uno de los mejores ejemplos de fe y superación literaria; nunca, nunca perdió la cara ante lo que él consideraba la verdad literaria. De tal manera que leer a Melville es, aparte de entregarse a una de las mejores escrituras narrativas que se han dado, homenajear a un hombre que representa como pocos la fe en la literatura. Esa es y ahí reside la grandeza de Melville.

Este 1 de agosto se cumplen 200 años del nacimiento del padre de Moby Dick. Con esta razón, diversas editoriales como Alba, Nórdica o Penguin Random House se han lanzado a la reedición de sus principales trabajos, de los que ya hemos hablado. Resaltamos aquí el trabajo de Alianza Editorial con la reedición de sus principales novelas, en especial, Moby Dick y Bartleby el escribiente. Moby Dick en una excelente edición especial encuadernada en tela para conmemorar este bicentenario. Con la traducción de Maylee Yábar Dávila y la ilustración de la tapa a cargo de Octavi Segarra y la inclusión final de un completo glosario de términos marineros. Y una cuidada edición de Bartleby el escribiente, que se acompaña de unas excelentes ilustraciones de Stéphane Poulin, muy enriquecedoras, que convierten la lectura en un placer cadencioso y una edición de gran belleza. La editorial también ha lanzado Benito Cereno y Billy Budd en versión de bolsillo, con tapa blanda.

Moby Dick forma parte de nuestra mitología, es una novela global y apocalíptica, culmen de la escritura simbólica. Tal es así que muchos la tomaron de ejemplo como el que ilustramos como alusión anecdótica final. En 1972 los dirigentes del grupo terrorista alemán Baader-Meinhof, encarcelados por múltiples atentados con muertos y heridos, idearon un sofisticado sistema de comunicación entre ellos y con el exterior basado en el libro Moby Dick. Su inventora, Gudrun Ensslin, era «Smutje»; Andreas Baader (una de las líderes) «Ahab»; Holger Meins, «Starbuck»; Jan-Carl Raspe, «Carpenter»; Gerhard Müller, «Queequeg» y Horst Mahler, «Bildad». Tal era la fuerza de Moby Dick y de Melville, el hombre que mejor retrató la desolación absoluta, convertido en un clásico inagotable.