Ser de barrio es una identidad con cicatriz. Uno crece en un territorio del que pronto se aprende que tiene la herida de otro tiempo marcado por la pobreza, la derrota y la supervivencia. Una cicatriz que todos los habitantes de ese espacio existencial llevan en la mirada, en el lenguaje, en el ritual de cómo se agrupan alrededor de un mismo secreto y la rebeldía de ser hijos en la frontera. Pasado, presente y futuro son la misma hoja de una navaja que se lleva en el bolsillo de atrás del pantalón. La llama del Zipo que se abre con un chasquido seco de los dedos, el viejo gesto de quién sabe que la violencia es cuestión de un chispazo azul, el envés diario de una difícil felicidad periférica en cuya mitad siempre se muere alguien si es que antes no va a la cárcel o una mañana se cuelga de una cuerda o se marcha sin saber en busca de qué horizonte en una moto robada. De todo esto suena su música y su literatura a pulso en las páginas de La última vez que fue ayer de Agustín Márquez. Tal vez el Chico B que recuerda la historia del Chico A con el que se divide en dos las paredes del cuarto, intuyendo su parecido con las lápidas de las tumbas en las que nunca se ponen flores. Ni siquiera de plástico. Sólo mala hierba creciendo resistente, bajo la lluvia del tiempo y ante una sombra de verde hondo que muy de tarde en tarde la visita de veras o en sueños para hacer memoria de cuando ambos eran gatos callejeros del barrio

Las novelas no se escriben sólo con una imaginación hacia fuera y una mirada indagatoria en un tiempo al que inventarle las huellas o su futuro. Las novelas, las buenas, son una raspa de pescado a la que uno descarna en piel y escamas, en agujas que se curvan, en la carne que se desmigaja para masticar lo humano, atragantarse con sus espinas y dejar su cadáver en un descampado. Ese que todos abandonamos a la espalda de nuestras vidas, si éstas sucedieron en un barrio que va cambiando igual que sus habitantes. Sus bloques, los parques sin farolas, el taller mecánico, el picadero del parking, la farmacia con la que se ralentiza la muerte de las enfermedades de la pobreza y del alma, la esquina en la que besar a una chica con minifalda de cuero negro y unos labios de escote rojo. Escenarios y criaturas de realismo social, la alquimia del oeste en pantallas de verano, sofás de escay en los que se secan mustios los viejos héroes, los charcos de agua y barro en los que coronar la explosión de los petardos o hacer diana en su centro con un escupitajo negro de Ducados blanco que Agustín Márquez mueve con una escritura lenta, que a veces echa humo, otras veces sangra y en ocasione se le escapa como un canario que canta a pulmón lleno y hace que la historia vuele más alto. Sólo se consigue eso si se escribe con esmero y paciencia, sin ardor por sentirse publicado, y mucho menos enmascarándose en un sello que juega a ser lo que no hace, y si la literatura que se lleva dentro suena clicClacClic y también tiene ese ADN de barrio por el que la escritura pasea en mangas de camisa, levanta el cadáver de un atropello y no le importa que sus palabras no huelan a desodorante. Aunque por esa razón la Yessi, siempre hay en los barrios una princesa, no deje su corazón abierto.

De la vida de una familia rompiéndose a pedazos existencialmente, de dos hermanos y la tribu, de cómo los territorios se transforman en el espejismo que soñaron y se autodestruye lo mejor que tenían, de cómo se chasquean los sueños, se urbanizan los pasados y los viejos terminan solos en residencias va esta novela por la que vagabundea un tipo al que siguen las hormigas cuando silba. Una historia generacional y emotiva, que brilla como los charcos de la noche y con la que su autor promete una Literatura con la que pelear de negro y de nuevo.