La peripecia de Alda Merini, una de las voces más reputadas de la poesía italiana del siglo pasado, se inscribe en el proceso de desmantelamiento que de las instituciones mentales transalpinas llevó a cabo Franco Basaglia, gran adalid de la antipsiquiatría, quien a partir de 1978, gracias a la aplicación de la Ley 180, consiguió la clausura paulatina pero imparable del conjunto de centros de vigilancia y castigo donde se encerraba, contra su voluntad, a personas de toda clase y condición.

La propia Merini, al inicio de 'La otra verdad', la confesión de sus experiencias en el psiquiátrico milanés de Paolo Pini, explica que en fecha tan reciente como 1965 bastaba la voluntad del cónyuge para que una persona fuera confinada en un manicomio, viéndose así privada de sus derechos fundamentales. Merini, que desde los 17 años hasta su muerte casi octogenaria habitó con un pie en la realidad y el otro en las instituciones mencionadas, padeció nada menos que veinticuatro internamientos a lo largo de su vida. A veces, como 'La otra verdad' recuerda, apenas salía del psiquiátrico para quedarse embarazada antes de regresar a la oscuridad de su prisión. Otras sólo tenía tiempo para escribir alguno de sus elegantes y atormentados libros, salpicados de imaginería religiosa, misticismo elegiaco y una rara, perturbadora belleza, antes de regresar a la rutina de los electrochoques, las inyecciones de ciclobarbital y el maltrato metódico. Primero que madre o poeta, Merini era una reclusa, una loca.

Su testimonio nos pone sobre la pista de un par de consideraciones ineludibles en torno al complejo asunto de la salud mental. La primera es que si el asilo, para usar una expresión de Jean Hyppolite, «es el refugio de aquellos que ya no podemos hacer vivir en nuestro entorno interhumano», entonces cualquier consideración a propósito de la locura nos remite por necesidad a un estudio de carácter antropológico, cuyo objetivo último ha de ser dilucidar en qué consiste la siempre resbaladiza noción de normalidad. La segunda, que transparenta la alargada e inevitable sombra de Foucault y su elocuente Historia de la locura en la época clásica, atestigua que la demencia tuvo primero que ser constituida como una forma de la insensatez, mantenida a distancia por la razón, para así poder ser contemplada como objeto de escrutinio.

Merini no enmascara la vida del alienado. Su escrito es un pliego de cargo, un catálogo de obscenidades, desmemoria, brutalidad, vejaciones y luto. La moneda corriente en los frenopáticos es la sordidez; la empatía es una flor rara en sus aposentos. Aun así, de vez en cuando, la poeta encuentra en su vagar, en su confuso calendario de entradas y retornos, espacio para la dignidad, el deseo, incluso el amor. Y siempre, con la perspectiva que regala el tiempo, halla un resquicio desde el que defender la evidencia de una vida distinta, en que lo marginal no signifique una coartada para ejercer la violencia, sino el relato de una singularidad diversa, de una sensibilidad impar.